Martín Prieto

El sueño de Martin Luther King

Cincuenta años después del discurso en Washington D.C. del reverendo Martin Luther King: «I have a dream», la lucha de negros y blancos, y en menor medida otras razas, por la igualdad de derechos civiles ha quedado poco menos que en una loable declaración de intenciones.

Quedan hechos icónicos como aquella imagen de un joven negro penetrando en la Universidad de Alabama, flanqueado por la Guardia Nacional, ante el gobernador George Wallace, que le impedía físicamente el paso. Camino del ecuador del siglo XXI, los indicativos son ominosos: los negros ( los de «color» es la hipocresía de lo políticamente correcto) son más pobres que los blancos, acceden menos a estudios superiores, poseen menos propiedades y pueblan desproporcionadamente las cárceles y casi monopolizan la pena capital.

Washington es una ciudad negra pero parecen inmunes al cáncer, ya que no se tratan de una enfermedad a cuyo coste no tienen acceso. La negritud, como en su día los judíos, sólo es aplaudida en el negocio del espectáculo, incluido el deportivo.

Cuando cruzas el Rio Grande proviniendo de Sud y Mesoamérica, llama la atención la ausencia de mestizaje, de mulatos y cuarterones de negro. Incluso es una rareza la monomanía de Robert de Niro por las negras, quizá por su origen latino, como la de John Wayne por las hispanas o amerindias.

Las parejas mixtas son tabú, como comprobó Samy Davis Jr. casando con una nórdica. No pretendo resultar sicaliptico pero en EE UU derechos civiles sí, pero no en la cama. Puede que el recelo racial sea mutuo pero el sueño de King sólo fructificará cuando se mezclen las sangres, como en la coyunda de españoles y amerindias, de Hernán Cortes y Malinche. Pearl Harbour ya no pesa en el recuerdo y en Houston te puedes ennoviar con una japonesa, pero una pareja bicolor está demonizada y expulsada al extrarradio social. Si la segregación ha resistido al poderoso impulso sexual, es que el sueño de King solo dio un tímido paso hace cincuenta años.