Alfonso Ussía
El taurino
Todos los años, por estas fechas, escribo un artículo taurino con San Isidro de protagonista y Las Ventas del Espíritu Santo como escenario. Los toros, ese milagro. Los toros bravos, el prodigio en movimiento de nuestras dehesas y prados que puede desaparecer si impera la moda de la destrucción del arte y la memoria. Tres son mis plazas. Ronda, la hondura y la alegría; Sevilla, el silencio y el respeto; Madrid, el escaparate y el resentimiento. Soy madrileño, y me cuesta reconocerlo, pero la plaza de Madrid, atiborrada de grandes y entendidos aficionados, en San Isidro se convierte en un espacio insensible. Muy harto estoy de los tópicos. «Madrid siempre reacciona», «Madrid sabe y siente» y «Madrid patatín y Madrid patatán». Madrid reacciona, sabe y siente, pero hay otro Madrid que sólo es taurino en San Isidro, un Madrid conocido y acobardado por ese tercer Madrid que se instala en un tendido con el único fin de fastidiar. Tan sólo, en los momentos de grave injusticia y falta de respeto a quien se está jugando la vida en la soledad del ruedo, ese Madrid educado e influíble se enfrenta al Madrid paleto y enfadado de los pañuelos verdes. El sonido engaña. Cien silbidos se hacen notar con más fuerza que diez mil aplausos. Observo que muchos espectadores han dejado de aplaudir por temor a ser considerados meros turistas de ocasión. Me lo decía un gran defensor del recalcitrante sector del tendido Siete que va a los toros a pasarlo mal: «Yo no aplaudo»; «pues si no aplaudes no te gustan los toros». En sus tiempos de crítico de teatro del diario «El País», Eduardo Haro Tecglen defendía esa actitud estática y fría del entendido. En un cocido de Zarraluqui, Sabino Fernández Campo descubrió el motivo de su desaire: «Eduardo, tu problema es que no te gusta el teatro». Y Haro reconoció que le aburría sobremanera. No se aplaude al aburrimiento, ni se ovaciona a lo que no te regala la emoción.
El toro bravo no es consecuencia de la libertad de la naturaleza. Los ganaderos buscan honestamente mejorar sus condiciones en cada generación. Acuden a las nuevas tecnologías y al laboratorio. Antaño se caían, y ahora los toros se han fortalecido. Que embistan o no, depende del acierto genético y del estado de ánimo del toro, que también cuenta. Y hay toros grandes y pequeños, como entre los seres humanos, juncos y tapones. El ejemplo fácil. Los miuras son altos y los santacolomas bajitos. Son igualmente toros, y si me apuran, mucho más complicados de torear los segundos. Menos mal que los del tendido irascible y puntilloso no son los encargados de tramitar los documentos nacionales de identidad. «Usted no es un hombre porque no da la talla. Aquí sólo despachamos documentos a los que superan los 180 centímetros de altura».
En Madrid los toros embisten menos porque las exigencias aldeanas de los intransigentes han establecido unos baremos de aceptación humillantes para los ganaderos y los toreros. Toros formidables y que darían un resultado óptimo son abucheados desde que aparecen por la puerta de toriles. Y si se les ocurre tropezar, ya está Florito preparado para ofrecernos su fantástico recital de dominio de los cabestros. Los toros, muchos, se recuperan y crecen en el transcurso de la lidia, pero si el presidente no devuelve al corral al toro cuestionado, se la carga el presidente y carece de todo valor lo que el torero intente, en un ambiente hostil y barriobajero.
Napoleón Bonaparte medía 155 centímetros. Los del «7» lo habrían mandado arrestado al corral.
Y cuidado si un matador se ha hecho rico jugándose la vida con su arte y su riesgo. La holgura económica no se perdona en tan ásperos predios.
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