Escritores
El último pistolero
Acabo de leer la carta de amor que el maestro Raúl del Pozo ha escrito al Café Gijón. Yo estuve una tarde allí con él, y con Pepe Díaz, que me llamaba Camborio, y fue apoteósica. También muchas otras, de adolescente, cuando visitaba Madrid y el cenáculo de Buero, Cela, Umbral, Vicent, Rabal y Fernán Gómez ejercía en mí una fascinación que me volaba los sesos. La tarde que fui con Raúl le compramos lotería a Alfonso el Cerillero y bebimos whisky en todos los espejos, mientras la tribu de fantasmas literarios deshilvanaba sobre nuestras cabezas un abecedario de hambre y bohemia. De aquella ciudad de escritores queda Raúl, el último genio, que sale a fogonazo diario de inteligencia y dinamita, y el recuerdo a contrapelo de un Madrid que apenas si he rozado. Nací a destiempo, como casi todos. Para colmo emigré a Nueva York hace ya doce años. La evoco, con rabia y secreto, junto a una ventana en Brooklyn que da a un patio nevado. La canto, con gratitud y relámpago, ensimismado en la contemplación de un nuevo presidente que hubiera deleitado en las tertulias del café. Siquiera porque escribe a diario unos discursos ágrafos que son la quintaesencia de cuanto ellos aborrecían. Pero mi obligación de grumete al servicio de la noticia no impide que aquí y allá, harto del gorila, apague el televisor y corra a refugiarme en las imágenes de arena que soplan en la pieza de Raúl del Pozo. A su encuentro íbamos los chavales de entonces como los okupas de una vocación en bancarrota. En Lucio, Casa Patas, El Puchero, Cock, mis amigos, mis colegas, Antonio Lucas, Alberto Rojas, me acompañaban en una peregrinación a la que podía sumarse, sin aviso previo, gente como Jesús Quintero, Ángel Antonio Herrera, el gran Javier Rioyo o Aquiles Tuero, que «secuestró a los monjes de Silos para que cantaran fuera del convento y lanzó a los Tres Tenores». Raúl siempre fue un cruce de John Wayne y Norman Mailer que escribe como Dios y fuma con la sonrisa del Gran Gatsby. El veneno periodístico y literario se sustenta en modelos, gente a la que admiras, que conecta contigo por lo que escribe y cómo lo hace, monstruosos sagrados que acumulas en tus galerías mentales y a los que seguíamos por las páginas de los periódicos y los libros. Los bacilos de la escritura fermentaban en nuestras células, empeñados en que tirásemos por la borda cualquier posibilidad de hacer algo decente con nuestras vidas, ser abogados, trabajar en un banco, opositar al Estado. Lo pienso ahora, con el reloj al cuello, a punto de enviar la crónica. Apenas acabe de teclear esta pieza volveré a Trump. A rebozarme en sus mentiras. A glosar sus modales de constructor glorificado, sus continuos exabruptos, sus tuits repugnantes. Da igual. Trabajo en el mejor oficio del mundo. No lo cambiaría por nada y buena parte de la «culpa» le corresponde a Raúl. No sólo escribir, sino ser escritores. Como ellos. Como él. El más grande.
✕
Accede a tu cuenta para comentar