Ángela Vallvey
Ellas
En estos tiempos de globalización, como en tantos otros procesos históricos anteriores, las grandes marginadas son mujeres, y son pobres. La mundialización ha hecho que estas personas a menudo sean, también, inmigrantes. Mujer, pobre e inmigrante (MUPI, permítanme el acrónimo, que usaré por falta de espacio): las tres principales señas de identidad de los seres humanos más maltratados y débiles de nuestra época. Junto con sus hijos, que forman la carne de cañón de cualquier tiempo de escasez material o moral que haya existido o vaya a existir. La mentalidad esclavista imperante, que justifica la prostitución con argumentos obsoletos como algo inevitable e inherente a la historia de la humanidad, condena a estas mujeres a una suerte aciaga y fatal. También sufren violencia de género, o cualquier otra violencia, en mayor número. Incluso los criminales como el llamado «falso monje shaolín» las eligen como víctimas fáciles. Este asesino acabó, utilizando métodos espantosos, con la vida de Jenny Rebollo y de Maureen Ada Otuya. La primera, una colombiana que se encontraba en estado de embriaguez cuando tropezó con su verdugo. La segunda, una joven nigeriana que practicaba la prostitución. Nada más cómodo para el asesino que escoger víctimas MUPI, la clase social más desclasada y propiciatoria al sacrificio y la miseria que existe. Porque las mujeres pobres e inmigrantes forman una auténtica clase social, la única conformada por un solo género sexual. Son mujeres de negro, vestidas con un color más negro que la muerte: el del yugo, como decía el buey del poema de Rubén Darío. Descartadas, expatriadas, perdidas cultural y económicamente... tan solo grupos que hacen una labor impagable, como la Asociación Clara Campoamor, salen en su defensa. Para que su existencia no se convierta en polvo, en sombra, en nada, sino en esperanza, evolución y un mejor futuro.
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