Sociedad
Elogio (matizado) del taxi
La relación del español medio con el colectivo del taxi es de amor-odio, aunque la mayoría amputa lo que antecede al guión porque aquí de siempre nos ha podido ese espíritu gregario que nos lleva a desconfiar de los cuentapropistas. Los progromos (el catedrático González Jiménez prefiere usar la palabra «asalto») en nuestras juderías medievales no tenían como primera causa el antisemitismo de carácter religioso, sino social: era la pura envidia ante la prosperidad de los hombres de negocios hebreos la que agitaba a la masa, y ahí están las soflamas del arcediano de Écija, Ferrant Martínez, para atestiguarlo. Molesta, o sea, el gremialismo exacerbado de unos taxistas cuyos más depravados colegas se entregan a la quema de vehículos de la competencia y al hostigamiento de sus trabajadores, sí, pero nos molesta mucho más que se hayan procurado un medio de vida razonablemente desahogado desde sus minúsculas empresas rodantes. La fórmula, doce horas al día surcando el tráfico, es bastante sencilla pero también extenuante, y tampoco ahorra la propensión a las dolencias molestas, de la escoliosis a las hemorroides. Da igual: al miserable celtíbero le repatea que su vecino llegue a fin de mes sin rendir cuentas al patrón o plegarse ante el comisario político que le procura la paguita. Ayer se pusieron de huelga sin que uno alcance a sensibilizarse con sus reivindicaciones, que parecen transitar más por la vía del mantenimiento de los privilegios que por la de la justicia; pero menos justo es denigrarlos como causantes de todos los males, el nuevo «pueblo deicida». Rinden un servicio público utilísimo a un precio asequible para todos los bolsillos. Todos hemos vivido algún momento memorable a bordo de un taxi, de ida hacia la ilusión o de vuelta desde la felicidad.
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