Alfonso Ussía
En sus muertos
Había escrito un buen artículo. Me sentía feliz. Escribir todos los días es una tortura. No entiendo esa insistencia, esa aceptación de la esclavitud. Me faltaban, a lo sumo, cuatro líneas. Ignoro la causa de la desaparición, inmediata y sin posibilidad alguna, de recuperar el texto. Un golpe a una tecla maldita. Las viejas máquinas de escribir eran mucho más respetuosas. Se secaba la tinta de la cinta, se dislocaba alguna tecla, se escoraba el papel en el rodillo y nacían las palabras en renglones torcidos. Pero no se marchaban brutalmente para siempre. Me cisco en los muertos del inventor, creador o lo que sea de Microsoft. Y también en la insoportable obligación del artículo diario, como si uno tuviera el suficiente talento para pensarlo, escribirlo y firmarlo.
No obstante, mi indignación se resume en el imbécil que no ha calculado que un golpe distraído a una tecla puede terminar con el esfuerzo vespertino de un domingo. He intentado recuperar el texto perdido, desaparecido para siempre. Estaba contento y bastante satisfecho. Pero me he apercibido que la juventud también se rinde ante la evidencia de semejante cabronada. Me dicen que lo correcto es archivar y guardar continuamente. Es decir, lo opuesto a cualquier inspiración literaria. No me había sucedido anteriormente, y gracias a ello, estaba en paz con los muertos de Bill Gates, que merecen el mejor descanso, o acaso lo merecían hasta hoy. Por mi parte, que sufran en sus tumbas, que despierten de la quietud de la muerte y que le digan a su hijo, o nieto, o sobrino, o lo que sea, que es un cretino, un necio, un majadero y un incompleto. Los inventos se dignifican cuando el sistema falla y puede ser recompuesto. Un mal movimiento digital no puede constituir un castigo como el que he padecido este puñetero domingo de principios de otoño. Y todo, por aceptar nuevas formas. Me convenció Antonio Mingote. Me dijo que era un retrasado y un empecinado en lo antiguo, lo viejo y lo inservible. Escribía mis artículos en mi vieja máquina de escribir. Los corregía a mano, y posteriormente los enviaba por el fax, que para mí sigue siendo un milagro. Y los versos los escribía a mano, porque la sensibilidad camina desde la idea a la piel, a la punta de los dedos, y unos versos escritos en un ordenador son tan hondos y sensibles como el alma de un bacalao. Y me hice con el chisme, y la verdad es que he salido más o menos airoso hasta hoy. Lo que me ha hecho Bill Gates esta tarde es imperdonable. No le deseo mal alguno, pero intuyo que estoy mintiendo. Le deseo toda suerte de males e infortunios, que se caiga en su cuarto de baño, que atraviese por el paso de peatones de un semáforo de la Quinta Avenida de Nueva York y sufra un tirón muscular cuando los coches detenidos reinician su marcha. Le deseo que después de una dura jornada de trabajo, su mujer le reciba en casa con frases tales como «buenas noches, cariño» o «como tardabas tanto me he acostado con Flanagan, el mayordomo, que no tiene tanto dinero como tú pero presenta un fuchingamen que para ti lo quisieras». Le deseo que en la noche del «Halloween», que tanto les gusta, retorne a su casa vestido de bruja y el doberman le muerda. Le deseo todos los sinsabores habidos y por haber, porque me ha privado de exponer a mis lectores un buen artículo escrito en una tarde desafortunada de un domingo de otoño.
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