Ángela Vallvey
Enfermedad
Con frecuencia oímos hablar de enfermedad. La etiqueta, siempre exculpatoria del poder y las obligaciones de la voluntad, no se aplica estrictamente a lo que la OMS considera enfermedad, o sea: «Alteración o desviación del estado fisiológico en una o varias partes del cuerpo, por causas en general conocidas, manifestada por síntomas y unos signos característicos, y cuya evolución es más o menos previsible». A menudo, el título de enfermedad se aplica a lo que hasta ahora considerábamos, –siguiendo el criterio de la RAE–, como «adicción»: «Hábito de conductas peligrosas o de consumo de determinados productos, en especial drogas, y del que no se puede prescindir o resulta muy difícil hacerlo por razones de dependencia psicológica o incluso fisiológica». En pocos años, al mismo ritmo que crecían las adicciones a las drogas (ya sean duras, blandas, o de dudosa tipificación), también se ha ido extendiendo la aplicación del término «enfermedad» a lo que no hace tanto era catalogado, de forma sencilla y a veces brutal, como puro «vicio». Hemos pasado a llamar «enfermedad» lo mismo que nuestros abuelos, y nuestros padres denominaban simplemente «perversión» o «desenfreno». Así que el drogadicto es ahora «un enfermo», el devoto de los lupanares al aire libre de los extrarradios urbanos es «un enfermo», el que abusa de otros seres humanos es «un enfermo», y hasta el asesino despiadado es «un enfermo». La Rochefoucauld los hubiera llamado sin dudar «débiles propensos al vicio», cobardes y pobres de espíritu, pero nuestras sociedades que, «comprenden» la maldad, o la flaqueza, porque temen hacerles frente, han decidido casi por unanimidad denominar «enfermo (del cerebro)» –véase la Wikipedia, que está más actualizada en cuanto a tendencias sociales que la RAE– a quien hasta hace poco era señalado como «crápula».
Creo que quizás sea cierto que un drogadicto es un enfermo; aunque su enfermedad sea moral: no «del cerebro», sino del alma. Por supuesto que las personas decentes debemos apoyar y proteger a los débiles, cuidarlos y ayudarles a sobrevivir. Pero también resulta inquietante relacionar siempre intemperancia con enfermedad. Tal vez así actuamos de manera injusta respecto a quienes desgraciadamente están enfermos porque padecen una «alteración del estado fisiológico». ¿Qué pensará un enfermo de cáncer cuando ve que equiparan su mal al de un niñato que ha vivido siempre en una indecorosa abundancia aficionado a esnifar porquerías...? ¿O el padre de un niño esquizofrénico cuando oye tachar de «enfermo» a un pederasta...?
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