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No comprendo el formidable revuelo que se ha armado a propósito de la presencia de trazas de carne de caballo en las hamburguesas de elaboración industrial y otros productos cárnicos. ¿Paletería ibérica? Sin duda, pero no sólo, pues también se han sumado a la algarada los responsables de la sanidad pública en otros países europeos. En todas partes hay gentes de boina calada, cigarrillo en la oreja y mondadientes entre los incisivos. Nunca es buena la carne para la salud (y el vegetarianismo de los veganos, tampoco, pues las actitudes integristas nunca lo son), pero hay carnes que, por su escasez de grasa, son menos nocivas que otras. La de avestruz, pavo y conejo, por ejemplo, e incluso la de pollo, a condición de que éste sea de corral y grano, sin mezcla alguna de estrógenos, antibióticos y otras porquerías, y de que lo despojemos de la piel y renunciemos a ese bocado de cardenal que le sirve de trasero. Pues bien... La carne de caballo, de mucho consumo en países como Francia, donde abundan las carnicerías equinas, es, aunque grasa tiene, de las menos malas. Para la anemia, por ejemplo, y los estados de debilidad resulta formidable. A mí me la recetaron en la adolescencia para que me recuperase de los estragos de una pulmonía que por impericia del primer médico que la trató –¡menuda lumbrera! Dijo que se trataba de una indigestión– se convirtió en pleuresía, luego en infiltrado y casi se me lleva al hoyo. El auténtico steak tartare, que es uno de mis platos favoritos, se prepara con carne de caballo: la que los jinetes tártaros colocaban bajo la silla de sus monturas para que al hilo de sus cabalgadas, con el sudor de los corceles, fuera ablandándose, macerando y cogiendo el gustillo que los sibaritas de la época exigían. En una hamburguesa de cualquier cadena de fast food se cruzan carnes, cartílagos, uñas, vísceras y despojos de cuatrocientas reses distintas, como demostró Morgan Spurlock en «Super size me». ¿A qué viene, entonces, tanto escándalo? Dicho esto, allá ustedes.