José Jiménez Lozano

Eriales y melancolía

Eriales y melancolía
Eriales y melancolíalarazon

Don Gaspar Melchor de Jovellanos es una personalidad egregia por muchas razones, pero también le sucedieron algunas cosas extrañas. Era, por ejemplo, una de las pocas personas de la época que para no deshacerse el peinado, dormía, apoyando su cabeza y cuello en unas cintas; lo que seguramente no era poca tortura en sus viajes. Pero, desde luego, mucho más fácil fue para él una meteórica carrera de leyes, porque, en un solo día –y se sobreentiende en todos los que lo cuentan en la época que sin haber estado en clase como alumno– recibió la licenciatura, el doctorado y la habilitación para la cátedra de Cánones, en la Universidad de Santo Tomás de Ávila, que, fundada en 1504, y suprimida en l807, no parece que haya tenido muchas más glorias que esta titulación de Jovellanos.

Es algo sorprendente, sin duda, pero parece que merecido al fin y al cabo, y no se puede decir que, al conceder a Jovellanos tales títulos y no sólo «honoris causa», sino aptos para la enseñanza y otras consecuencias prácticas aquella Universidad quisiera halagar al personaje, al poder político ni al cultural, sino que sencillamente se quiso honrar a un hombre muy experto en leyes sin haberlas estudiado oficialmente.

Jovellanos es sin duda uno de nuestros hombres ilustrados, y podríamos añadir que perfectamente ortodoxo, aunque, medido por hombres oscuros algo más que inquisitoriales, podía ser juzgado como un Voltaire encubierto, en una España en la que precisamente en las clases altas había ya bastantes amigos de aquél. Pero ya comenzaba por entonces, –en realidad ya estaba bastante consolidada–, la confusión político-ideológica y político-religiosa moderna, que todavía no ha acabado entre nosotros, sino todo lo contrario.

Y en nuestros días también ha habido carreras tan breves como la jurídica de Jovellanos, y mucho más breves, pero según un cierto color ideológico del agraciado la cosa es un honor, como en el caso del asturiano o algo apocalíptico; nada parece que puede hacerse ya con la vieja espontaneidad e ingenuidad, sino que precisamos barroquizar y embarrar un poco todo asunto, y sin duda esto influye no en que haya no menos carreras breves, sino menos Jovellanos.

Los diarios de los viajes de Jovellanos por parte de la Península son excelentes, pero páginas de melancólica lectura. Dos siglos después de aquel melancólico verso del Maestro fray Luis de León: «La triste y espaciosa España» Jovellanos parece ir justificándolo, mientras recorre la tierra española y anota los eriales, los pueblos abandonados, las ruinas, la miseria y tristeza de las gentes o su abulia, y él mismo se preocuparía, cuando estuvo en el gobierno, hasta de legislar sobre espectáculos públicos que ahora, sin comerlo ni beberlo, se encuentran integrados en un apartado que tiene todo ente público o privado con dineros y se llama «la cultura».

Lo curioso es que ese oficio de Jovellanos como topógrafo de tristezas tiene bastantes imitadores en una España como la de hoy de la que ya no puede decirse que sea «triste y espaciosa» en el sentido en que hablaban Fray Luis, Jovellanos, y los que Azorín llamó irónicamente «malos españoles» que se quejaban del mal gobierno, o de lo socialmente desastroso, como el propio Fray Luis había hablado de «un pueblo inculto y duro». Pero ya en tiempo de Jovellanos se puso de moda renegar de la españolidad misma, y cambiar a España por cualquier cosa, y de ahí la melancolía del retrato que Goya hizo a Jovellanos.

De repente, se recuerda la escena que nos presenta Malraux paseando por el parque, en Colombey, con el general De Gaulle que le dice: «Todo esto estuvo poblado hasta el siglo V. Ahora ya no se ve una sola aldea hasta el horizonte. La celda de San Bernardo abierta hacia la nieve de los siglos y la soledad».

Luego contesta a Malraux, que él dice «Francia» y no «los franceses, porque éstos ya no tienen ambición nacional». ¿Y los españoles? Jovellanos no la encontraba tampoco entonces entre éstos.