Violencia ultra

Escenas cotidianas

La Razón
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El bar no es el de Alex de la Iglesia. Es otro, un bar. Dos parejas están tomando tranquilamente sendas consumiciones. Un joven se acerca y les increpa. Rodeados por una veintena de basiliscos que se suman al atropello, intentan abandonar el local. Entonces los dos hombres son apaleados en presencia de sus respectivas parejas. A uno le rompen el tobillo. Denunciados los hechos, una juez procesa a nueve de los presuntos agresores por delitos de terrorismo –los agredidos eran guardias civiles–, y de odio. ODIO. Tres de los nueve siguen en prisión. En el Congreso, los diputados de Unidos Podemos han firmado un manifiesto para leerlo en un acto de apoyo a esos bravucones «valientes». Dos señorías de esa formación se han desmarcado de la farsa.

En 1990, unos delincuentes con mando en plaza grabaron conversaciones telefónicas privadas del entonces Jefe de Estado; 27 años después, salen a la luz. ¿Con qué fin? Entre unas ocurrencias y otras, nos preguntamos que cómo es posible que unos padres se líen a guantazos en un partido de fútbol de niños. O por qué Ibaka y Robin López acaban a puñetazo limpio en un encuentro de la NBA. O por qué los ultras del Deportivo y del Atlético quedan a las ocho y media de la mañana de un nublado y frío domingo de invierno para matarse... Si quienes han de predicar con el ejemplo defienden a los delincuentes y quienes han de velar por el cumplimiento de la ley delinquen, cómo vamos a exigir deportividad allí donde los corazones laten a 190 pulsaciones por minuto.

Triste 22 de marzo. Cruzaron a mejor vida Agustín Montal, el presidente que llevó a Johan Cruyff al Barça, y José Luis Ibáñez Arana, un hombre bueno, alavés, que presidió la Federación Española de Cilismo entre 1984 y 1992. Para ellos sí habrá paz, no para los malditos.