José María Marco
España, de todos
Las elecciones del 25 de noviembre en Cataluña han demostrado lo que era evidente de por sí: que Cataluña tiene una identidad propia y una conciencia firme de esa misma identidad, pero que ni esa identidad ni esa conciencia tienen por qué llevarle a aventuras ajenas al sentido común. Las aventuras secesionistas son ajenas al eje natural de Cataluña. Propuestas como la del presidente de la Generalitat no hacen más que exasperar la situación catalana y llevarla hasta el límite mismo de la ruptura interna, sin proporcionar una solución natural a los retos que plantea la relación de Cataluña con el resto de España.
España no está cerca de romperse en pedazos. Los primeros que deberían sacar las consecuencias de lo ocurrido son los catalanes que aspiran a que su país vuelva a alcanzar la misma prosperidad y la misma relevancia que tuvo una vez. La historia de Cataluña repite sin tregua el mismo modelo. Cuando se ensimisma en sus obsesiones deja de crecer, y prospera en cambio cuando mira hacia fuera, como ocurrió en el siglo XVIII, precisamente, y luego en el XIX y en el XX.
Para los españoles no catalanes, la lección también debería estar clara. No hay motivo alguno para las exageraciones ni para las salidas de tono. Al revés: así como el fracaso del soberanismo demuestra que la estabilidad política de Cataluña requiere una relación fluida y respetuosa con el resto de España, también los españoles no catalanes deben asumir conscientemente la realidad española en lo que tiene de plural... y de permanente. La sociedad española, y muy en particular las minorías dirigentes, han dado por hecho -demasiado tiempo- que esa realidad no requiere cultivo ni cuidado alguno. No es así. En buena medida, los delirios separatistas vienen propiciados también por esa abstención ante la realidad española, abstención que en unos casos se queda en falta de compromiso y en otros se transforma en una actitud hostil hacia cualquier manifestación de lo nacional. Tal vez la peor consecuencia del nacionalismo sea esa especie de nihilismo, de ignorancia voluntaria que acaba minando la relevancia política, cultural y moral de lo español.
No se puede continuar así. La realidad española requiere de nosotros algo más, algo que demuestre que la suerte de nuestros compatriotas no nos resulta indiferente porque somos una nación abierta, diversa y vertebrada a la vez: porque nos gusta España. El 6 de diciembre es una buena ocasión de manifestarlo en Madrid, en la plaza de Colón, al mediodía.
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