Sociedad

España, en venta

La Razón
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La compra de pueblos enteros en España está despertando gran interés en el extranjero. De unos años a esta parte se observa una avalancha de compradores. Hay en oferta centenares de aldeas vacías, muchas de ellas en lugares pintorescos, de entre los cerca de 3.000 caseríos abandonados que se registran en España. Televisiones de medio mundo vienen ofreciendo reportajes sobre nuestros pueblos fantasma, poblados de ruinas. Es un fenómeno curioso, que prácticamente sólo ocurre aquí y que llama la atención. De ahí que lluevan a cientos las peticiones diarias de información desde el extranjero. Se multiplican los anuncios de aldeas en venta y muchos inversores y especuladores toman nota en busca de gangas. Las inmobiliarias que se dedican a esta compra-venta proliferan y no dan abasto. El británico «Daily Mail» destacaba en titulares que es posible comprar un pueblo español por la mitad de precio que una plaza de garaje en Londres. Lo malo es que en los pueblos comprados y reconstruidos desaparece su identidad y se rompe la memoria. Vender un pueblo, acabar con la memoria de muchas generaciones, que encierran sus piedras, borrar sus huellas en las calles y los caminos debería considerarse un fracaso y un atentado contra el patrimonio espiritual, intangible, de la nación.

La funesta política en relación con el mundo rural, que viene de lejos, nos ha conducido a esta situación sin sentido en que España empieza a ser fuera famosa por sus ruinas. Entre unas cosas y otras, el letrero de «España en venta» es algo más que un reclamo turístico y una metáfora afortunada no sólo por la compra de los pueblos. Clama al cielo el desequilibrio regional y el desordenado abandono del campo. Por eso el reequilibrio social y demográfico de España es la primera reforma necesaria, la gran empresa que tiene pendiente el Estado, mucho más acuciante que la reforma constitucional y, a la larga, más importante que hacer frente al estúpido desafío de los separatistas catalanes. Los pueblos se están muriendo en silencio. Vender un pueblo es como vender el alma al diablo. Hay que empezar a ponerse serios. Una buena política de Estado exige promover el equilibrio económico y demográfico, como han hecho nuestros vecinos europeos –ahí está Francia sin ir más lejos–, donde apenas hay pueblos deshabitados y menos, en venta.