Alfonso Ussía

Espartaco

No me refiero a la película protagonizada por el tostón de Kirk Douglas. Me refiero al gran torero, don Juan Antonio Ruiz «Espartaco», que además de un maestro es un señor. Hay mucho lío con la Feria de Abril, la empresa y un grupo de figuras del toreo que han dado la espalda a la afición sevillana. A dos de ellos los conozco y admiro profundamente, Miguel Ángel Perera y Julián López, «El Juli». No me encajan en el mismo saco que Talavante y Morante, tan raros. Talavante es un raro natural, en tanto que Morante es un raro de diseño, de mucho espejo, artificial. Entiendo que es muy sencillo y fácil escribir lo que ahora sigue sin ser torero, sin arriesgar la vida y sin haber contraído ningún tipo de responsabilidad ante el público de Sevilla. Pero si torero fuera, y figura, y mi nombre en el cartel sirviera de reclamo para un lleno hasta el tejadillo de la Plaza de Toros, cobraría mucho dinero por torear en Madrid y lo haría sin percibir un euro por hacer el paseíllo en Sevilla. Madrid es una plaza bronca, angustiosa, politizada, en parte sabia y en parte áspera. Es cierto que se rinde ante el toreo de verdad, pero lo hace a regañadientes. No disfruta. Sevilla es lo más. No proporciona la finca y el cortijo en una tarde, pero su repercusión es la misma. Con pocas figuras –Manzanares ha recapacitado y estará en Sevilla–, la Feria de Abril se ha convertido en una discusión, y no en un prodigio. Que si la empresa, que si los maestrantes, que si las pretensiones económicas, que si los cariños y las rencillas. Y la empresa, a cuyos empresarios no conozco, le ha ofrecido a «Espartaco» reaparecer el Domingo de Resurrección, que también se conoce por el Domingo de Curro Romero. Y don Juan Ruiz, cumplidos los cincuenta, ha accedido a la oferta, porque «no puede dejar tirada a Sevilla». Recuerda la confianza del viejo Canorea y la devuelve con su presencia. No es una reaparición para seguir. Reaparece para cortarse la coleta cuando los seis toros hayan sido arrastrados. Vuelve para agredecer al público de Sevilla lo que le debe. Y llenará la plaza porque el público también, y mucho, está en deuda con su señorío, su arte y su torería de la buena. Entretanto, el raro de diseño recurre al Alcalde de Sevilla, que nada tiene que ver en el contencioso, y a los maestrantes, cuya obligación no es otra que velar por el cumplimiento del contrato con la empresa.

No veo, no encajo ahí a «El Juli» y Perera. Haciendo y naciendo arte en movimiento se han jugado la femoral y la vida honesta y magistralmente durante años. Vestidos de torear son dos maestros. Vestidos de paisano, dos señores. No tienen necesidad de exigir lo que quizá la empresa no puede ofrecerles. Pero es Sevilla. Y a Sevilla se va. A Sevilla hay que ir por ética y obligación. Los raros, que hagan lo que quieran, aunque uno de ellos lo haya inventado la necesidad que Sevilla tiene de sustituir al insustiuible don Francisco Romero, que toreó en la Real Maestranza con los sesenta superados.

Juan Ruiz, don Juan Ruiz «Espartaco», se la juega con su gesto. Ninguna necesidad le abruma para tener que ponerse de nuevo al alcance de los pitones de un toro con cincuenta años de vida y el futuro resuelto. Se trata de un cumplimiento. Cumplir, cuando otros no lo hacen, con el público de Sevilla, con la plaza de toros de Sevilla y con la feria de Sevilla. No es sólo una machada torera y un arrebato de torero genial. Es otra cosa cada día más extraña que se llama señorío.

Eso que los auténticos maestros del toreo han tenido desde que el Guadalquivir no pasaba por Sevilla porque Sevilla no estaba.