Ángela Vallvey

Fama

«La buena reputación» (Ed. Seix Barral) es el título de la última novela de Ignacio Martínez de Pisón. Me dispongo a leerla cuando me paro a meditar sobre «la reputación». En España funciona como en ningún otro sitio lo de «cría fama y échate a dormir». Aunque yo diría mejor: «cría mala fama y no volverás a pegar ojo en tu vida». Es muy difícil labrarse una buena reputación, sin embargo la mala es una ganga. Salomón en sus proverbios prefería un buen prestigio a las grandes riquezas y Virgilio, que hizo en «La Eneida» el retrato de «La Celebridad», aseguraba que la reputación va ganando fuerzas según avanza su carrera. Es cierto que la buena reputación se alimenta de sí misma, engorda con sólo mencionar su nombre, crece ante la simple referencia a su enorme estatura. Esos defectos que al resto de los mortales nos hacen ser considerados mezquinos, aparecen como lógicas debilidades que humanizan y convierten en más cercana la figura distinguida o socialmente considerada. (¿Que aquel difunto gran hombre se emborrachaba una vez al mes y maltrataba a su esposa? Bueno, nadie es perfecto...). La fama precede a cualquiera, es la auténtica tarjeta de visita social. Nos procura el aplauso general o el desprecio público. En la antigua Atenas, los ciudadanos que molestaban al poder eran condenados al ostracismo, un destierro que los alejaba de su patria al menos una década. Si bien, esa condena social no siempre malograba su buena reputación: a veces la acrecentaba. La fama, decía Cervantes, pocas veces miente. ¡Pero cuando se pone a mentir, lo hace a lo grande! Claro que la falsa reputación no es un disfraz moral que se pueda llevar eternamente, las máscaras del alma tarde o temprano se caen porque carecen de una mínima verdad a la que agarrarse.