Ángela Vallvey

Famas

La Razón
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Antaño, se dice que Luis IX de Francia ordenó que las mujeres honradas usaran un cinturón dorado para distinguirlas de las prostitutas, que entonces pululaban en gran número y por doquier. Obviamente, después del mandato real, todas las prostitutas se compraron un cinturón dorado. Hogaño, se producen dinámicas perversas. Disponemos de maravillosas herramientas tecnológicas y sin embargo vivimos un tiempo en el que todo es confusión, en que la justicia y la razón –que representan la modernidad, al fin y al cabo– se las ven y se las desean para hacerse un sitio. Por ejemplo, el asunto de la estimación, el prestigio, el crédito personal, se ha vuelto vulnerable y delicado. Muchas personas que hacen bien su trabajo pueden ser denigradas, de manera injusta, hasta que una mancha imborrable cae sobre su prestigio, una mácula de la que en ocasiones los perjudicados no consiguen limpiarse del todo. Por ejemplo, los comentarios «on line» logran incluso destruir una reputación; son a veces maliciosos, y pueden ser producto del resentimiento de una sola persona que se hace pasar por muchas («el número es potencia», decía Mussolini); o del deseo de la competencia de hundir a un profesional; o de la venganza personal de alguien (un marido, esposa, amante despechado, vecino molesto, cliente receloso...), etc. El predicamento de los individuos nunca había estado tan en la cuerda floja. En los «Proverbios» de Salomón, se decía que el buen nombre vale más que las grandes riquezas. Es posible que eso siga siendo cierto, pero ocurre que nunca la consideración personal había sido algo tan delicado como en estos tiempos. La rapidez y la eficacia con que se puede arrojar el desprestigio sobre alguien no tiene equivalente con ningún otro momento en la historia del mundo. El chismorreo, que viaja más rápido que la luz, solo mediante el boca a oreja, se ha visto acelerado por la tecnología hasta convertirse en un arma mortífera. Vilipendiar es bien fácil. El insulto engañoso y letal se ha transformado en el ideal de los envidiosos. El personaje que antaño se veía obligado a llevar personalmente su pequeña carga de maldad calumniadora de un lado para otro, intentando esparcirla como semilla de mala hierba, ahora lo tiene más cómodo que nunca: pone tranquilamente el cinturón dorado de la mala fama sobre quien le apetece. Y, así, resulta cada vez más difícil distinguir a la prostituta de la persona honrada.