Cristina López Schlichting

Fatalismo

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Vino llorando a casa. «Es que soy muy fea», decía. «Que no, mujer, que tienes tu gracia». Insistía en que nadie la quería. «Yo te quiero, muchacha», le respondía yo, pero no había forma. Se quejaba de no tener trabajo y cuando le ofrecí que lo buscásemos juntas, se negó. Finalmente me echó en cara los hijos que ella no tenía y el residir en una ciudad que no le proporcionaba oportunidades. Mi conclusión es que disfrutaba quejándose. Pues eso empiezo a sospechar de todos nosotros. Los políticos se hunden en las encuestas, los partidos ya no ilusionan, la democracia cansa y la Corona desata insultos. Si añadimos que las autonomías suscitan sospecha y los escándalos salpican a ayuntamientos, comunidades, administraciones, ministros, funcionarios y representantes, cabría pensar que España está podrida, no tiene posibilidad alguna de sobrevivir y somos justos al denostarla. Pero no es así. Italia es un país bastante más corrupto que el nuestro. La presidencia francesa ha protagonizado escándalos mucho peores que los de la Jefatura del Estado. El heredero británico proclamó que quería ser el tampax de su querida –que es casi peor que tener querida– y hay pocos políticos más ridículos que Beppe Grillo o Berlusconi. Y sin embargo, ni Gran Bretaña, ni Francia, ni Italia se menosprecian ni desesperan. Más bien están encantados de conocerse. Es verdad que resulta agotador tropezar con la misma piedra y que, después de Filesa y Malesa y la persecución de la corrupción que protagonizó Aznar, es duro comprobar que seguimos cojeando, pero conviene conservar cierto equilibrio y no caer en la exageración de proclamarse feo, abandonado, desempleado, desesperado y desterrado a la vez. Es hora de desafiar los clichés temperamentales que nos definen como extremistas. No podemos desautorizar a Hacienda porque Luis Bárcenas tenga cuentas en Suiza. Ni suspender el parlamentarismo porque haya malos políticos. Ni desmontar la Administración porque algunos hayan gestionado mal. Ni proclamar la República porque el Rey tenga fallos. Un país que define las cosas en blanco y negro es pusilánime y simple. Es verdad que la historia nos ha robado cuarenta años de democracia, los que van de la Guerra Civil al final del franquismo. Es cierto que hemos tenido que aprender democracia a marchas forzadas y saltándonos etapas, pero a pesar de todo ha merecido la pena. Con los errores propios de todo lo humano, la Monarquía Parlamentaria ha consolidado el periodo de paz y prosperidad más largo de nuestra historia. Es para sentirse orgullosos.