Martín Prieto
Felipe González
El ex presidente socialista no es Rodríguez Zapatero y pese a las falencias de sus muchos mandatos guarda una cierta autoridad moral, especialmente entre la izquierda del país. Prodigándose poco y ejerciendo su habitual bonhomía, ha conseguido algún consenso de respeto, aunque en su partido no le tratan como a jarrón chino, sino que han roto la vasija a martillazos de exclusiones y olvidos. Para esa especie de Banda del Empastre bajo la dirección de un Rubalcaba sin batuta, Felipe es más innombrable que Zapatero y, así, la escrachada Soraya o la engrupida Valenciano no ven problema democrático en el acoso de ciudadanos, diputados o no, a la puerta de sus domicilios o sus sedes partidarias. Felipe estima que no se puede perseguir psicológicamente a los niños, pero se queda corto y tímido porque tampoco se debe atosigar a los diputados que por la Ley son aforados y por las calles «escrachados». Los que utilizan los últimos desahucios como barricada para cambiar este sistema político por otro que no saben lo que será, podrían propiciar otra proposición de ley para que todos los militantes del Partido Popular llevaran en la espalda sobre la ropa exterior las alas azules de gaviota engarzadas en las siglas del PP para poder escupirlos, eso sí, sin violencia. El socialismo español lleva en su código de barras no aceptar el resultado de las elecciones (1934), o aun ganando en un Frente Popular, sólo se les ocurre propinar dos tiros en la nuca a un jefe de la oposición. El PSOE tiene una historia de esas que precisan de mucha expurgación para presentarla en sociedad. Violencia no es sólo que un escolta de Indalecio Prieto secuestre y asesine a un prócer adversario, sino también significar como indeseable a un ciudadano. Ante el autismo interesado de la dirección socialista, Felipe González puede y debe deslegitimar el escrache, a más de lo que hagan los poderes públicos. Sólo necesita levantar un poco más la voz.
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