Ángela Vallvey
Félix Grande
De Tomelloso, como tantas almas grandes que han visto la primera luz bajo aquellos cielos limpios. Cambió la guitarra por las palabras porque la música del verso le acariciaba mejor el oído. Poeta de la verdad de las calles, pues el poeta siempre persigue la verdad, la carta abierta que la verdad le canta al mundo en parábolas, con buenas formas o al estilo de una conversación en secreto. Poeta de los que encuentran emoción en el libro de familia y no se arredran cuando la patria parece un lugar siniestro más que una fábula sobre el amor. Poeta que llevaba con él sus versos igual que el campesino que vende sus hortalizas en la plaza del pueblo los días de mercado. Claro que él no vendía sus poemas: los regalaba siempre. Por eso no supo hacer grandes negocios. Hombre sencillo que le daba su música a esa gente de vida breve que se detiene a posar los ojos sobre un verso y así hincha los pulmones y puede seguir viviendo a merced del futuro imperfecto, de los frutos del tiempo.
Como poeta, enemigo de la calumnia. Y amigo de la libertad, de la memoria, del flamenco. Nacido en el 37, porque como decía Cervantes, el año que es abundante en poesía suele serlo de hambre. Ni siquiera la enfermedad pintó la decepción en sus ojos supervivientes, esas grietas por donde entraba la nieve de las cosas del mundo. Jean Cocteau aseguraba que la gran tragedia del poeta consiste en ser admirado precisamente por aquello que todos han interpretado mal. No es el caso de Félix Grande porque su biografía es su poesía: esas canciones de la tierra escritas con versos blancos y hondos como tarantos acres, pensadores.
(La hora en que nos dejó Félix ha cantado sus rubáiyatas más tristes).
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