Cristina López Schlichting

Feliz injusticia de la Nochebuena

La Razón
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Nochebuena es, perdonen la expresión, el triunfo de la injusticia. Nos educaron para pagar o cobrar según el trabajo realizado. Y ahora nace el Señor, para trastocar esta regla y darse al que nada merece. Los que mandan en la tierra no soportan este extraño poderío del que se lo da todo a sus pobrecillos. Tuvo que elegir a un primer Papa, y eligió a un pescador embustero. Tenía que escoger una amiga y buscó una prostituta perdida. Lo ha seguido haciendo siglo tras siglo: un rijoso como Agustín de Hipona, un gordo como Tomás de Aquino, exaltados como Francisco de Asís y Teresa de Ávila, cursis como Teresita de Lisieux, vanidosos como Ignacio de Loyola... no los eligió por sus méritos, sino por Su Amor. Tal vez, incluso, los prefirió por sus debilidades. Yo aprendí esto en Calcuta, en los funerales de Madre Teresa. Contaré esta anécdota por enésima vez, porque me cambió la vida. No me gustaba la santa, me fatiga la filantropía –probablemente porque no soy nada abnegada–, así que me fui con pereza de enviada especial. Era el monzón y la humedad se te pegaba a la piel, la ciudad hedía y las multitudes resultaban agobiantes. Mi mal humor venía agravado por la coincidencia con la muerte de Lady Di, cuyos funerales acaparaban la atención mundial. Mientras yo me fastidiaba en el culo del mundo, en una fonda apestosa, el corresponsal de Londres enviaba cómodamente primorosas crónicas, que me birlaban sistemáticamente la portada. En la iglesia donde el cuerpo de la Madre reposaba, las personas hacían cola durante horas. Ricos, pobres, musulmanes, hindúes, cristianos, todos parecían presos de una extraña paz y, a la vez, una pena desconcertante. Me impacientaba, aburrida junto al cadáver, observando el lento paso de la multitud y los dedos de Mother enroscados en el rosario, sus pies de dedos sarmentosos e imposibles. Era un cadáver muy pequeño. Hacía mucho calor, los ventiladores no daban abasto, yo sufría pensando en que ni la más inspirada crónica conseguiría batir el notición de la princesa puta, ésa que había muerto abrazada a su amante. Un cura, Joseph Langford, me escuchó murmurar. «Usted no entiende nada ¿verdad?», me dijo con dulzura. Explicó entonces, minuciosamente, la larga amistad que había unido a la de Calcuta con Lady Di y la ternura de la Madre hacia la triste princesa. «Tanto la quiso –me confesó– que, al saber que había muerto, comentó: Es hora de irme... ésta no puede ir sola ni al cielo». Se me hizo un nudo en la garganta de agradecimiento y de vergüenza, de alegría también. Y aquella tarde comprendí que yo era Lady Di, no Teresa, como arrogantemente había creído. Que todos somos Lady Di. Y que hay un Amor grande, grande, que nos rescata del barro para querernos inmensamente. Aunque no lo merezcamos, aunque busquemos desesperadamente la felicidad en el túnel del Alma. Hoy nace ese Amor.