Restringido

Feo, fuerte y formal

La Razón
La RazónLa Razón

Censores de la moral patrullan las aguas de la novela y el cine. Activistas de pelo afro y voluntarios de todas las escaramuzas culturales patrullan los claustros universitarios. Esta misma semana, el Parlamento de California votaba en contra de aprobar el Día de John Wayne. Acusan al actor de fomentar el patriarcado, de halcón y racista. En 1970, entrevistado para «Playboy» por Richard Warren Lewis, realizó una serie de comentarios impresentables. Dijo creer en «la supremacía blanca hasta que los negros sean educados en la responsabilidad». Sus repugnantes palabras han sido repetidas una y otra vez, pero conviene recordar que Wayne respondía a una pregunta sobre los Panteras Negras, partidarios de una violencia racial que pretendía borrar toda la pedagogía de Martin Luther King. Para Mike Wipson, congresista demócrata, «sus películas son una cosa, pero en cuanto a su vida privada y sus opiniones, las encuentro francamente ofensivas». Vamos a obviar aquí los tics censores de quienes pretenden rediseñar la historia del arte en función del juicio privado del artista, creyéndonos muy justos mientras despreciamos sus obras. O que hablamos de un tipo nacido en 1907 y que solicitar una cosmovisión contemporánea a nuestros bisabuelos resulta tan anacrónico como inútil. Es que también me pregunto de qué vida privada habla el tal Wipson. Porque John Wayne, al que el crítico de cine Roger Ebert definió como «notablemente ajeno a cualquier clase de prejuicio racial», estuvo casado con una mexicana, Esperanza Baur, entre 1946 y 1954, y una peruana, Pilar Pallete, del 54 hasta su muerte, en 1979. Más importante –todavía, en su cine, lo que realmente importa–, molturó una idea del país muy alejada del campechano racismo que le atribuyen. Tomen la que tal vez sea su creación suprema, el personaje de Ethan Edwards, protagonista de «Centauros del desierto». Un tipo hosco, violento, solitario y, sí, racista. También leal y valiente. Dotado de una ambigüedad que pocos espectadores apreciaron en 1956, fecha de estreno de una cinta que lejos de vanagloriarse en la rapacidad de los colonos blancos frente a los indios, o de presentar a éstos como criaturas angélicas, bucea sin escafandra en los chancros de un Oeste confuso. Normal que, tal y como recordaba el propio Ebert en 2001, «Centauros» haya nutrido algunas de las películas esenciales de las siguientes décadas. Un suponer, «París, Texas». También «Taxi Driver», cuando Martin Scorsese y Paul Schrader trasladan a Nueva York la búsqueda de la sobrina abducida por los indios y el duelo de años entre Ethan y Cicatriz, el indio que secuestró a Debby Edwards. Si acaso «Centauros» es todavía más problemática, al reflejar la xenofobia de la época sin concesiones al bricolaje moral que hubiera prestado un malo evidente, aunque lejos de proclamar que las fronteras del bien y el mal sean gaseosas y, ay, opinables. Quien se pregunte por la pujanza de Bernie Sanders haría bien en no olvidar lo ocurrido con el actor totémico. El relato sociocultural ha sido secuestrado por un tropel de filisteos.