Ángela Vallvey

Filósofa

En verano, a mi vecina Marilarva le da por haraganear. A mí me da por filosofar. O sea, más o menos lo mismo. Pero no nos faltan oportunidades de entrar conflicto. Ella ridiculiza mis filosofías, y yo pienso que, a pesar de que la chica tiene menos sentido común que una cabra, seguramente complacería a Pascal, que creía que burlarse de la filosofía es, en gran medida, filosofar. Incluso Platón, en «El Banquete», por boca de Diotima, decía que los dioses no filosofan. Y si los dioses no lo hacen, no sé qué se puede esperar de la Marilarva. La filosofía no ha tenido nunca gran interés para la muchedumbre (como ella), que prefiere la religión, la televisión o la manifestación antes que a Descartes. He intentado captar a mi vecina para la causa de la filosofía como quien hace proselitismo de una secta. Pero nada. Marilarva es de esos mamíferos artiodáctilos que, a pesar del salvaje ambiente en el que se ha desarrollado la mayor parte de su vida, carece de interés por la existencia, el origen, el lugar, el fin y los medios. Si bien, jura que ella está siempre a la moda. Le he vendido lo de la filosofía como si fuese una causa «hipster», le he dicho que si se hace filósofa se alejará de las corrientes culturales predominantes, del «mainstream», con lo que se encontrará viviendo un estilo de vida alternativo, «indie», pijoflauta y guay. Y que será digna de salir en el suplemento dominical de un periódico. Me ha contestado que tenía que irse a una subasta de ropa chulísima de segunda mano procedente de pobres de verdad y que luego hablaríamos por Skype. «Y alegra esa cara. ¡Que estás demacrada por utilizar una filosofía de Marca Blanca!...», me ha espetado, la muy borde.