María José Navarro
Francisco
A una le llama la atención el inmenso interés que despierta el nombramiento de un nuevo Papa entre aquellos que no suelen echar cuenta a lo que hace luego durante su mandato. Es como si en Betanzos, es un poner, se armara un revuelo importante cada vez que el equipo de hockey hielo de Pittsburgh (a la sazón, los Pingüinos de Pittsburgh) cambiara de entrenador y luego nadie en Betanzos siguiera la liga hasta otro cambio en el banquillo. Está claro que comparar a un Papa con un entrenador de pingüinos-on-ice no es acertado, y puedo entender que incluso aquéllos ajenos a la Iglesia se sientan concernidos por el nombramiento, dado su innegable peso social y moral. Bien. Pero aún así, a una le resultan sorprendentes las sesudas reflexiones, partidismos exacerbados y disgustos mayúsculos que se llevan algunos por la elección de alguien cuya influencia niegan continuamente. Sí puedo entender la fascinación del rito, realmente apasionante y que he tenido la suerte de cubrir periodísticamente en un número de ocasiones que no desvelaré para no reconocer con ello públicamente que tengo casi tantos años como el cónclave. Dicho esto, y para no ser menos que todos estos vaticanistas de temporada que ahora florecen como narcisos, también yo haré mis sesudas reflexiones. Estoy del lado del nuevo Papa por dos motivos profundísimos. El primero, porque es argentino, y con eso ya estamos a favor yo y todos los admiradores de sus rugbísticos Pumas. El segundo, porque es futbolero y de San Lorenzo de Almagro, el equipo de Rubén Hugo «Ratón» Ayala, ídolo de mi niñez con cuyo nombre bauticé a un perro ratonero que resultó ser un gran portero. Suerte, Francisco.
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