Referéndum en Reino Unido
Gibraltar
Gibraltar es un forúnculo en el extremo sur de España. Es un agravio que arrastramos desde hace tres siglos, tras la firma del Tratado de Utrech con el que se puso fin a la Guerra de Sucesión, y que se ha convertido en un incordio para la política española; lo mismo, por cierto, que otra de las derivaciones de ese mismo acuerdo, como es la del estatus de Cataluña en España. Nada que ver una cosa con la otra, aunque ambas vinieran de la mano de la paz con Inglaterra; una paz que sería el trasfondo de la consolidación del imperio británico a la vez que de la decadencia del imperio español. Lo malo que tienen las naciones que han dominado el mundo es que siempre quedan rescoldos de la antigua grandeza, capaces de suscitar sentimientos patrióticos en políticos insensatos que no han sabido asimilar la frustración del ocaso de aquellos reinos. Lo vemos ahora en Gibraltar, que ya no es una de las pretéritas columnas de Hércules y que ha perdido todo su valor estratégico en el control de la entrada occidental al Mediterráneo. ¿A quién le importa Gibraltar ahora si no es a los intermediarios en el negocio financiero, a los contrabandistas de viejo y nuevo cuño, y a los oligarcas latifundistas del Campo que rodea al peñón? El caso es que el asunto gibraltareño es un ave Fénix que renace periódicamente de sus cenizas. Ahora le ha tocado el turno con motivo de la retirada británica de la Unión Europea. Ésta ha dictaminado que todo lo concerniente al status de la colonia –«territorio de ultramar» le llaman los del Reino Unido sin percatarse que ahora es posible viajar desde la City hasta Gibraltar sin embarcarse en una travesía marítima– debe tener el plácet de España. El ministro Dastis, exagerando la nota, lo ha presentado como un gran triunfo de la diplomacia española y, de paso, les ha tocado las narices a Theresa May y los suyos sugiriendo que España verá con buenos ojos una futura integración de Escocia en la UE, alentando así el secesionismo en la pérfida Albión. De la irresponsabilidad de este ministro ya no cabe la menor duda porque no sólo ha animado el nacionalismo británico, sino que, de golpe y porrazo, ha modificado la doctrina española en esta materia, establecida con ocasión de la independencia de Kosovo. Como consecuencia, mientras la premier de Downing Street le daba una lección de moderación, diplomacia y buen gusto a nuestro ministro de Exteriores, los periódicos sensacionalistas de Londres se desataban con consignas patrióticas sobre el peñón y dos exministros de la época thatcheriana se desmelenaban, el uno pidiendo la guerra en apoyo a los llanitos y el otro amparando a los independentistas catalanes para domeñar el «orgullo español». ¡Bien por Dastis! La ha pifiado en lo que más importa confundiéndolo con lo que casi no merece la pena. Y no crean ustedes que ha pedido disculpas porque eso, en el gabinete de Rajoy, no tiene cabida.
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