Ángela Vallvey

Ginebra

Llegados a Ginebra (Suiza) es casi imprescindible dar una vuelta por el Lago Leman. Los barcos zarpan de los embarcaderos del Quai de Mont-Blanc, cerca del Gran Casino, y desde ellos se puede disfrutar de unas vistas privilegiadas, incluido el Jet d'Eau, símbolo de la ciudad, un enorme chorro de agua de 145 metros de altura. Aunque Ginebra es mucho más que las aguas brillantes o brumosas del Lago Leman: es sin duda la urbe más abierta e internacional de Suiza, multitud de lenguas se hablan por sus calles medievales, y pueden degustarse mil sabores en sus restaurantes de tantas nacionalidades como razas conviven en la ciudad. Llena de embarcaderos, puentes y barrios monumentales, Ginebra conserva la impronta de su pasado en cada rincón, desde la Promenade des Bastions, y su Muro de los Reformadores, al Casco Antiguo o la Place de Bel-Air; de la Iglesia de St-Germain al Hôtel de Ville; de la Casa Travel a la Place du Perron o la Cathédrale Saint Pierre, corazón ésta última de los asuntos espirituales de la ciudad, desde la que Calvino dirigió durante veinticinco años los destinos de sus feligreses con mano de hierro. También es posible vislumbrar, entre las mansiones ginebrinas que miran elegantemente hacia el lago, aquella en la que Mary Shelley escribió, estando en compañía de Lord Byron, Polidori y su marido, la novela «Frankenstein» a la edad de diecinueve años. En los días de invierno es fácil imaginar al monstruo, producto de la imaginación de la adolescente Mary, pisando las orillas del Leman y encaminándose al encuentro del amor, de la necesidad o la fatalidad, pero sobre todo de su destino. Y, en las tardes de verano, la sencilla belleza de la plateada luz del aire disipa cualquier posibilidad o amenaza de que existan monstruos en la tierra.