Martín Prieto
Gracia y Justicia
H ace millones de años divagaba con Felipe González sobre un condenado en fuga y pidiendo piedad. Dándose ausencia de malicia, el entonces presidente era proclive a la gracia, pero condicionada: «Que acate la sentencia , y desde la cárcel me pida el indulto, que con mucho gusto le pasaré la firma al Rey. Pero que se moleste en pasar por la prisión». Felipe siempre me convencía, pero agraciando penados me temo que sigue teniendo razón. El viejo ministerio siempre se llamó de Gracia y Justicia, siendo tan importante la primera como la segunda. Desde el siglo XVI la gracia sobre la pena, que no sobre el delito, es potestad del absolutismo, y hoy de los gobiernos. Pero la discrecionalidad puede pudrir las más generosas y justas intenciones. Hace semanas un imprudente con resultado de muerte fue puesto en libertad antes que el Rey sancionara su discutible indulto, y eso no son formas y disturba el derecho de gracia. Ahora tenemos los casos de Jaume Matas y Del Nido que desde sus domicilios solicitan sus indultos. Estas decisiones deberían estar regladas y no al albur de consideraciones políticas, sociales o siquiera sentimentales. Una vez que todas las instancias judiciales a las que puedes apelar te han abierto las puertas de la penitenciaría que te toque el reo ha de ingresar a su celda aunque haya sido Archipámpano de las Islas Occidentales. Y si está condenado por haber usado la función pública en su provecho, la gracia ha de pasar como el camello evangélico por el ojo de la aguja. Que al menos estos caballeros pidan su indulto desde el módulo de admisión. Luis Candelas recibió garrote vil pese a no haber matado a nadie, negándole la gracia Fernando VII con quien compartía la cama de una quinceañera. La clave del indulto reside en no personalizar.
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