Joaquín Marco
Guerra silenciosa
Ninguna guerra que se haya desencadenado por parte del género humano ha sido un arte, como aseguraban los clásicos. La guerra como arte nunca existió. Sin embargo, se mantienen muchos puntos calientes en el planeta, guerras más o menos conocidas, admitidas, propiciadas. Cuando George W. Bush, tras el desastre de las Torres Gemelas de Nueva York, decidió acometer una guerra implacable contra el terrorismo, lanzó sus ofensivas contra Irak y Afganistán. Tal vez la crisis económica occidental no sea ajena, en parte, a aquellas decisiones. Pero el terrorismo no dispone de ejércitos y constituye una amenaza que, como se demostró, también puede producirse muy lejos de sus objetivos. Bush logró alejar, en parte, el peligro de los EE UU y fruto de ello fue la utilización de la base de Guantánamo, que Obama, pese a sus primeras promesas electorales de 2009, no ha logrado o podido todavía desmantelar. Cuando las fuerzas de los aliados occidentales se retiren de Afganistán, se mantendrán los talibanes y nada hace suponer que Al Qaeda se debilite. Combatir el terrorismo islámico en zonas muy alejadas requiere una táctica muy distinta de la guerra tradicional. En primer lugar, se trata de localizar a posibles agentes que se sitúan en Pakistán, en Yemen o en Somalia, como antes en Libia o Irak, o en zonas tan alejadas como la frontera entre el norte y el sur de Waziristán. Es una guerra de inteligencia que, sin duda, comporta peligros personales, traiciones de toda índole y mucho silencio. Todo ello viene acompañado de nuevas tecnologías al servicio de la información. Barack Obama eligió a John Brennan, hombre de su máxima confianza, para sustituir a Michael Morrell al frente de la CIA (éste había ocupado interinamente el puesto de David Petraeus, que dimitió por un lío de faldas). Su testimonio ante la Comisión de Inteligencia del Senado ha levantado un cierto, aunque acallado, revuelo por el uso de los drones asesinos.
Llaman drones a los aviones no tripulados, más próximos al aeromodelismo que a la aviación de guerra. Dirigidos por control remoto, se utilizaron al comienzo como aviones espía y ya durante el mandato de Bush se perfeccionaron para convertirlos en armas mortíferas. Con el paso del tiempo han ido mejorando técnicamente (en las mejoras técnicas han intervenido también los israelíes, que los utilizan en la zona de Gaza) y, aunque alguno ha caído en manos extrañas, se mantiene un evidente secreto sobre sus características, aunque pueden observarse en algunas fotos, incluso en el aire. Los hay también de vigilancia y de carácter civil. Pero el programa del perfeccionamiento de los drones constituye un secreto muy bien guardado. En sus 400 acciones, a lo largo de más de diez años, han producido por lo menos 4.000 muertos. Tan sólo en Somalia, en unos 21 ataques, han matado a unas 169 personas, desde 2007 a 2012. La mayor actividad, sin embargo, se desarrolló en Pakistán, con más de 3.000 muertos y 1.500 heridos. La Administración estadounidense ha confeccionado un manual de directrices para la utilización de los drones que se considera secreto. Durante la intervención de Brennan, que fue contestada, defendió su utilización, aunque Alex Moorehead, asesor para cuestiones legales de Amnistía Internacional en el Reino Unido, pone en cuestión la legalidad de las acciones, pese a que su gobierno no interfiere para defender la necesidad de mantener buenas relaciones con EE UU. Laura Pitter, asesora para temas de Contraterrorismo de Human Rights Watch, apunta que «la escasa información que hemos obtenido ha sido sólo ejerciendo una enorme presión; EE UU tiene que hacer mucho más para demostrar que usa los drones en concordancia con las leyes estadounidenses e internacionales». Pero no puede llegarse demasiado lejos. El propio presidente señala que, una vez confeccionadas las listas de objetivos humanos, pasan por varios filtros y comités y es el propio presidente quien decide la acción. Pero Brennan pasa por ser el máximo defensor y el cerebro de las operaciones con drones. En definitiva se trata, en suma, de una cuestión moral que no es nueva ni siquiera fruto de nuestro tiempo. Ya Voltaire se preguntaba si alguien no estaría dispuesto para defender intereses personales a pulsar simplemente un botón y acabar con la vida de un chino en una entonces exótica China del siglo XVIII. Las bases de los drones son secretas y en países amigos, aunque el propio presidente de Afganistán protestó por su uso. En su intervención en Washington, Brennan aseguró que las víctimas casi nunca llegaban a los dos dígitos. Esta nueva guerra tecnológica permite llevar a la práctica la antigua imagen volteriana. Cabe añadir, además, ciertos efectos secundarios. Implica crear una tensión en quienes se sentían hasta hace unos años inmunes, dada la distancia y el desconocimiento. Ahora son también vigilados y hasta combatidos por artefactos sutiles. Las asociaciones humanitarias se preguntan por la moralidad y legalidad de tales acciones. Pero cualquier guerra es, en sí misma, como el terrorismo, inmoral en sí misma, aunque deba admitirse la defensa. Finalmente, aquí se trata de una guerra de servicios e inteligencia, silenciosa. Pero, con seguridad, se producen daños colaterales: mueren niños y mujeres. No es ya necesario el bombardeo masivo o la acción de soldados que arriesguen sus vidas. Todo trascurre como en una pantalla de televisión, aunque las víctimas sean reales.
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