Alfonso Merlos

Guillotinando

La Razón
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Se ha consumado. La acción esperada. La gran cuchilla triangular ha caído por el armazón de madera para alcanzar el busto del hasta ahora molt honorable. Es su condena. No. Sólo ha bastado con observar el rictus del presidente en funciones, Artur Mas en la atolondrada, provocadora y precipitada sesión de investidura de su testaferro Carles Puigdemont para certificar que no pasa por su mejor momento. No. Queda patente que en absoluto ha dado un paso elegantemente al lado o atrás para facilitar un sprint independentista: ha sido arrojado por el balcón.

Quién sabe si para la Historia quedará la estampa de un Xabier Arzalluz o un Juan José Ibarretxe a la catalana. Porque no es el único (¡en absoluto!), pero es el gran artífice de un fracaso colectivo. El de un pueblo que mora en una de las regiones más hermosas de España abocado al precipicio, arrastrado histéricamente, llevado del ronzal con propaganda y mentiras, conducido hacia los pastos del malestar social y material. Lo innecesario, lo suicida.

La pisada que deja en la Cataluña del siglo XXI, el sello que ha imprimido a su etapa no ha podido ser peor: la corrupción y el incumplimiento de la ley, los ciudadanos de primera y de segunda, la fractura y el cainismo, la inoperancia gestora y la ingobernabilidad institucional. Un pleno. El desastre.

Y aún así, el final en la guillotina soberanista del octavo hijo de Jordi Pujol deja un mensaje que debería hacernos más fuertes. El de la urgencia imperiosa, en el gobierno de la nación, de un ejecutivo sólido y fiable, que no vacile ni regatee ante su obligación de hacer cumplir la Constitución. Ese poder, hoy por hoy, sólo lo puede garantizar el presidente Mariano Rajoy.