Cristina López Schlichting

Hansel y Gretel

Es inevitable pensar en el cuento de los hermanos Grimm cuando se repasa el caso de José Bretón. Pero, en Hansel y Gretel, la que desea quemar a los niños es la bruja, no su padre. Ha sido una semana atroz, con ese dolor de la mamá y la abuela en el juicio, que encoge el corazón, y esas descripciones tremendas sobre el olor que desprendía la hoguera de las Quemadillas. Dicen los expertos que el presunto asesino pudo inspirarse en sus estancias militares en los Balcanes para intentar eliminar el rastro de sus hijos. Y, es verdad, a mí la vista de este caso tremendo me ha retrotraído a Kosovo y lo que allí practicaron los serbios. No hay nada peor que el rastro de carne putrefacta y quemada. Cuando los americanos terminaron de bombardear el territorio y las tropas de Slobodan Milosevic se batían en retirada, los enviados especiales pudimos entrar con las fuerzas multinacionales. Yo lo hice desde Albania, con los alemanes, y después me fui al nordeste, donde estaban nuestras fuerzas españolas, en Istok. Los soldados extranjeros y los guerrilleros de la UCK, la paramilicia albanesa, nos acompañaron entonces por aquellos campos de los que sobresalían brazos en alto o piernas mal enterradas. Detrás de los arbustos había cascos con cabezas, botas con pies. Por las noches, mi traductora y yo llorábamos recordando lo que habíamos visto durante el día. El hedor era intenso, a queso podrido. En una de las casas los militares alemanes hacían guardia férrea y sólo dejaron pasar a tres periodistas. Hicimos un «pool» y yo entré en representación de la prensa escrita, les aseguro que jamás olvidaré lo que vi. Un dédalo de ruinas nos llevó a los restos de una casa. Sólo quedaban las paredes. En una de las habitaciones una ristra de cuerpos formaba a lo largo de una pared. Estaban sentados en el suelo, niños y mayores, mujeres y hombres. No quedaba ropa, tampoco cabello, sólo esqueletos calcinados abrazados entre sí. Habían obligado a varias familias a recostarse contra un muro y los habían ametrallado a todos. Después, los quemaron con un lanzallamas, para hacerlos irreconocibles. El olor era peor que en los campos, el rastro del queso se mezclaba esta vez con la fetidez de los restos abrasados. Hice esfuerzos para no vomitar. Esta semana los testigos del caso Bretón me han traído de nuevo los efluvios. Ciertamente un olor así no se enmascara. Es una señal imborrable de una crueldad extrema que, por extraño que parezca, el alma humana es capaz de desarrollar. Cómo somos, por Dios.