Pedro Narváez
Hernando, el sastre de Panamá
Antonio Hernando, el Sancho Panza del Quijote Pedro Sánchez, ha ido deshaciendo entuertos hasta que se ha encontrado con el suyo, para el que tiene pocas palabras, «parole», que diría la gaditana de Podemos. En el Congreso, a decir de Hernando, no puede moverse una mosca, todos a trabajar en su escaño, como si la política los invalidara para otros menesteres, a tanto llegan sus limitaciones. Ah, los políticos, ni ellos mismos se dan el beneficio de la duda. Todos serían en potencia sinvergüenzas que buscan una comisión. Esto de la transparencia llega a tal punto que un día les obligarán a ir en pelotas, que será el momento designado para el exilio estético de los españoles. Rivera ya lo hizo aunque se guardó y se guarda el desnudo integral para cuando ya no tenga remedio. El que firma no está de acuerdo en lo de las férreas incompatibilidades de sus señorías, pero es discutible, como publicar la lista de defraudadores o jubilar para la cosa pública a los que hemos pasado de los cuarenta, como se le antoja al efebo de Ciudadanos, al que ya le clarea el pelo a lo Casillas antes del injerto. Alberto, cosas de la edad. Lo que no admite diálogo es que, parafraseando la antipoesía de Pablo Iglesias, se defienda casi como una leona a su camada que señorías ilustradas como Pujalte no puedan asesorar cuando se ha querido hacer lo propio en Panamá. A la derecha, a la izquierda, que más da. El caso era cobrar. No es para que Hernando dimita, o sí, tal que un inglés antes incluso del trago de ginebra, pero no le oiremos pedir perdón siquiera en un susurro. El diputado Hernando puede hacer todo lo que le permita el reglamento de la Cámara. Todo menos ser el Superman de las buenas prácticas vestido con un disfraz de vendedor de globos de la Plaza Mayor. Todo menos hacerse un traje a medida de sus principios. Su jefe juega al baloncesto como un trasunto de Pau Gasol sin patrocinadores y él, al escondite, que es donde mejor encesta la hipocresía.
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