Alfonso Ussía

Homilías

En el Sínodo extraordinario celebrado en el Vaticano en torno al Papa Francisco, han intervenido, además de dos centenares de obispos, católicos laicos de ideas claras. Los obispos han dicho cosas muy interesantes, pero en su lenguaje, no siempre comprensible. Los cardenales y obispos de nuestra Santa Madre Iglesia aún no se han apercibido, en su mayoría, de que su obligación es hablar para los fieles, y no para otros cardenales y obispos. Problemas de exégesis y dobles interpretaciones. Pero una participante laica ha dado en el clavo, y el Papa ha tomado nota: «Aunque la homilía no es la misa, mucha gente ha dejado de ir a misa por lo malas y extensas que son». Hay que hacerle un monumento a esta mujer que se ha atrevido a plantear tan abrupto problema ante Su Santidad.

Los sacerdotes oficiantes hablan mucho, y la mayoría de ellos, mal. No se les pide excelencia en la oratoria, pero sí más caridad con los feligreses. Hay homilías que actuán en los organismos de los fieles cumplidores como píldoras de Lorazepam, es decir, de Orfidal. Y predican elementales obviedades. Llevo muchos años advirtiendo que, Mefistófeles aparte, los dos grandes enemigos de la Iglesia son los sermones y los conjuntos parroquiales acompañados de guitarras. Dios está en Mozart, en Haendel, en Schubert. Y no es necesario volar tan alto. La música sacra española es formidable, y el órgano ayuda a la devoción. Se cree mucho más en Dios con un órgano que con un coro de voces beatas y guitarras machacadas. Pero es más grave la extensión insoportable de los sermones dominicales. O los elogios del fallecido en su funeral, casi siempre desconocido por el oficiante. «Su bondad»... Y era un tipo nada recomendable.

Tampoco son recomendables los sacerdotes que hablan bien y se lo creen. Se convierten en pequeños dioses dominados por la soberbia y la vanidad. Conozco a más de uno. Con los sermones habría que establecer un tiempo reglamentado, como si se tratara de un deporte. Cinco minutos máximos. Si el sacerdote sabe hablar bien durante cinco minutos, y domina la síntesis y no sobreactúa, siembra provechosamente en el alma de los fieles. Y si habla mal, cinco minutos son poca cosa y se puede soportar sin necesidad de proceder a la fuga. De tal modo, que si un buen orador o un mal predicador se exceden en los minutos de su plática, los fieles congregados estarían autorizados a gritar «¡Tiempo!», como hacen los árbitros de tenis, y obligar al sacerdote a dejar inconclusa su prédica. No se trata de una exageración, sino de una realidad que se repite continuamente en nuestras iglesias y parroquias.

La interpretación ceñida y directa de un pasaje del Evangelio no puede ser más extensa que el propio pasaje y el mismo Evangelio. La maligna tentación del micrófono. Lo tengo contado. A principios de los años cincuenta pronunció el Pregón de Navidad en el Convento de la Encarnación de Madrid el notable poeta de Cuenca Federico Muelas. Muelas, con un micrófono, era peligrosísimo, porque se interesaba mucho a sí mismo. El pregón dio comienzo a las siete de la tarde y a punto estuvo de no poder celebrarse la Misa del Gallo. Un año después, le correspondió pronunciar el pregón a otro poeta, que sabedor de las circunstancias culminadas por su antecesor, inició sus palabras de esta manera: «En el Portal de Belén/ habló Federico Muelas./ Al terminar, las pastoras/ eran ya todas abuelas».

La gente, siguiendo el hilo de la participante laica en el Sínodo, deja de ir a Misa porque no desea envejecer a cambio de su Fe. No pasa nada por suprimir las homilías. Al contrario, las iglesias se llenarían de nuevo de fieles cumplidores con los Mandamientos de la Santa Madre Iglesia.