Alfonso Ussía

Huellas indignas

Entre mis cualidades, que alguna hay, no destaca la excelencia en la fisonomía. Se me olvidan los rostros grises sin rasgos sobresalientes. Nada tiene que ver la memoria con la belleza o la fealdad. La belleza se transforma y la fealdad, en ocasiones, mengua con el paso de los años. Me refiero a esa inmensa, interminable muchedumbre humana que carece de peculiaridades especiales en sus rostros. Se pierde su dibujo en el recuerdo en menos de un minuto. Son la gente del «yo a usted lo conozco de algo pero en este momento no caigo». Muy molesto, ciertamente. Y lo peor es cuando, a fuerza de encuentros y presentaciones, se recuerda la fisonomía de las personas pero no su nombre y apellidos. En ese caso hay que recurrir al cariñoso bisbiseo. «¿Cómo estás, marffollsssp?». Se pronuncia un nombre absurdo que a oídos del interesado puede traducirse, desde la vanidad, como el correcto. En las firmas de libros se dan episodios violentos. El comprador de un libro no perdona el olvido, aunque haya transcurrido un decenio. –¿A quien se lo dedico?–; –a mí–; –perdón, pero con el lío se me ha olvidado su nombre–; –pues sigo llamándome de la misma manera que el año pasado–. El combate dialéctico resulta casi siempre doloroso. Y después está el tonto de siempre, un tonto que en España se reproduce con una facilidad asombrosa y su especie no está en peligro de extinción. –¿A que no te acuerdas quien soy?–; –pues no–. Y se queda muy desorientado.–Pues soy el que le dijo, cuando dio una conferencia en el Casino de Torrevieja, que mi abuelo veraneaba en San Sebastián–.

Hay mucha gente gris y suerte que tiene. Por ejemplo, el juez español del presunto Tribunal de los Derechos Humanos de Estrasburgo. Amigo íntimo y protector de Garzón. Es un dato, no una crítica. Socialista militante. Otro dato. Muy de la confianza de Zapatero. Estoy abusando de los datos. Pero es gris. Cuando fue diputado autonómico de Madrid, elegido en las listas del PSOE, pasó completamente desapercibido. Los servicios de Seguridad del Parlamento madrileño le solicitaban todos los días la acreditación. Y desde que se dejó la barba, está totalmente irreconocible. –Mamá, que ha venido un señor a comer–; –no te preocupues, es papá–.

López Guerra sustituyó al juez Borrego, un hombre ponderado, imparcial, justo y sabio. Fue defenestrado fulminantemente por María Teresa Fernández de la Vega, cumpliendo órdenes del presidente Zapatero. Se necesitaba en Estrasburgo un juez militante y parcial, dispuesto a acatar todas las órdenes del Gobierno, que ya había iniciado sus «conversaciones de paz» con la ETA y su entorno. Un militante con capacidad de influir en el juez chipriota, o lituano o monegasco en la tragedia del terrorismo español, tragedia que a esos chulos del chiringuito europeo les importa un bledo. No se entiende que, conociendo su fidelidad y lealtad al socialismo antes que a la Justicia, el Gobierno de Rajoy no haya actuado con él como hizo el de Zapatero con el juez Borrego, pero ya se sabe, los complejitos o los pactos. La conclusión es que López Guerra ha triunfado, y con él, los terroristas y los delincuentes más desalmados y perversos inmersos en la aplicación de la «Doctrina Parot».

Volverá a España. No lo reconocerán. Podrá pasar ante los padres de un asesinado por la ETA y no será objeto del mínimo reproche. Su rostro es gris, casi marengo, como su alma. Pero se moverá y dejará huellas, como la que ya ha dejado en el alma de los inocentes. Huellas indignas en un suelo traicionado.