Ángela Vallvey

Id a Toledo

Dicen que Carlos V sólo se sentía emperador cuando bajaba la escalera del Alcázar de Toledo. De la misma manera, yo me siento meticulosa, atenta, cuando me asomo al Tajo desde algún rincón de Toledo. La ciudad es un destino viajero perfecto, de esos que nunca decepcionan. Al igual que Alejandro Dumas, recomiendo ver Toledo sin tardar: «Si alguna vez, señora, visitáis España, si vais a Madrid, equipad un coche, cread una diligencia, uníos a una caravana si es preciso, pero id a Toledo, señora, id a Toledo»..., invitaba don Alejandro, con entusiasta empeño. Y no es para menos. Toledo es un hermoso libro de historia viva a cielo abierto, rodeado de montes que no se sabe cómo aguantan enteros de mirar un día y otro tanta nobleza y esplendor, belleza tanta. Así lo creían Lope de Vega, Tirso de Molina, Teófilo Gautier... Así lo piensa cualquiera que haya tenido la fortuna de admirar Toledo. Porque en Toledo la gloria no está muerta, sino guardaba como una reliquia bajo la caja sagrada del firmamento. «Imaginad un caos incomprensible de sombra y luz...», en palabras de Gustavo Adolfo Bécquer, y podréis haceros una idea del misterioso mundo mineral que construye Toledo, desde sus calles a la última piedra de su catedral, casi mágica. Porque el misticismo se vuelve alquimia en Toledo. El mármol tallado por manos que sabían esculpir la luz, la obra de arte encajada en un humilde rincón con la naturalidad de un fruto en el árbol, la sombra de sus patios serios y hermosos... Plantada, arraigada y creciendo en medio de la meseta, soñando tranquila a la orilla de un río, la ciudad se recorta envuelta en un perfume de geranios mudéjares y de acero. El alma vieja y noble de Castilla la Nueva.