Alfonso Ussía
Igueldo
Igueldo es el barrio más alto de San Sebastián. Apenas novecientos cincuenta vecinos. Pocos para convertirse en un municipio escindido de la capital de Guipúzcoa. El Alcalde donostiarra de Bildu, Juan Carlos Izaguirre, ha tenido la presunta idea de someter a votación si Igueldo quiere volar libre de las ataduras de la Bella Easo o prefiere seguir como siempre, el barrio cimero de aquella ciudad prodigiosa. En Igueldo está el Torreón y uno de los más antiguos parques de atracciones de España. Se comunica con San Sebastián por dos carreteras, la costera y la interior y un funicular. Entre el parque de atracciones del Monte Igueldo y el Real Club de Tiro de Pichón de Gudamendi, que se quedó con todos los originales del Conde de Yebes que mi padre prestó al Club cuando, a mediados de los años cincuenta se celebró el Campeonato del Mundo de Tiro de Pichón que ganó el italiano Andrea Cessa a nuestro Conde de Teba, se reúne la barriada, con una vista panorámica excepcional. San Sebastián es una ciudad dibujada para las tarjetas postales. Tiene la vista de Igueldo, la más admirada. La del Monte Urgull y la del Monte Ulía, que domina las espaldas del Paseo Nuevo y la playa de Gros. Ningún lugar como Igueldo para contemplar la perfección de la bahía de La Concha y la gran ciudad monárquica de San Sebastián, que comparte con Santander sus vestigios de Corte veraniega. Igueldo ha sido siempre San Sebastián, y no entiendo la utilidad de la idea de este extraño Alcalde de Bildu que abomina de España, apoya a los etarras y le envía preciosos ramos de flores a la duquesa de Alba cada vez que doña Cayetana se instala en su casa de «Arbaitz-Enea», raíz donostiarra de la familia de su primer marido, Luis Martínez de Irujo, y en cuya cancha de tenis, el duque de Huéscar me ganó algún «set» con ayuda del árbitro, que era el jardinero.
Igueldo no se separa nunca de San Sebastián. Por el interior, la Torre de Satrústegui, el restaurante Recondo, la casa de Vastameroli, el feo edificio de Erreguenea y Millabíder. Por la costa, hasta alcanzar los dominios del parque de atracciones con su Montaña Rusa –durante el franquismo «Montaña suiza»–, veterana y con vistas espectaculares, en la que todos los jóvenes aprendimos a besar a nuestras novias durante los dos segundos que tardaba el azul trenecillo en recorrer el túnel de la tercera cuesta. Y por la costa, desde el Real Club de Tenis, toda una cadena de villas que construyeron, como en Ondarreta, los madrileños que eligieron San Sebastián para disfrutar en los veranos de sus maravillas. No alcanzo a comprender el motivo del refrendo escisionista de Igueldo, que es uno de los baluartes de San Sebastián.
En Igueldo pasó su vida la osa más fétida del mundo, Úrsula, que como buena donostiarra adoptiva comía maravillosamente. Patatas fritas, cacahuetes y gajos de coco fresco. Cuando desde occidente, se llega desde la mar a San Sebastián, el primer perfil donostiarra lo regala el torreón del Monte Igueldo, que se advina en los días claros a decenas de millas. En Igueldo se cultivan las mejores alubias de Guipúzcoa, superiores a las de Tolosa, alubias coloradas y más finas que la donostiarra condesa de Gomar, que jugaba al tenis con las faldas hasta los tobillos y cuando fallaba una bola exclamaba «Olalá, sapristi». Igueldo es un hormiguero los días gloriosos de las regatas de traineras de la Concha, porque se domina desde la altura todo el trecho de altamar del campo de regatas y las bravas ciabogas del exterior, así como las traiciones de las olas en la barra entre Urgull y la isla de Santa Clara. Igueldo es donde siempre mis padres y mis hermanos interpretábamos como el barómetro vivo de vientos y de nubes. Si Igueldo deja de ser San Sebastián, habrán escindido de mi memoria una buena parte de mis añoranzas y mi felicidad.
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