Enrique López

Imparcialidad e indiferencia

La Razón
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Decía Chesterton que lo malo de que los hombres hayan dejado de creer en Dios no es que ya no crean en nada, sino que están dispuestos a creer en todo, lo cual se hace más patente cuando las apariencias se acaban convirtiendo en lo que la gente debe creer. Hace poco tuve la oportunidad de leer un ensayo suyo que titulaba el error de la imparcialidad. Se trataba de un juicio con jurado encargado de juzgar en Inglaterra un caso de asesinato en 1907, en el que algunos miembros del jurado fueron apartados por razones que se basaban en alguna remota relación al caso, y que estaban muy lejos de suponer algún prejuicio real. Decía Chesterton que habría que preguntarse si la exagerada teoría de imparcialidad en un árbitro o jurado puede ser llevada tan lejos que resulte más injusta que la parcialidad misma. Decía que lo que la gente llama imparcialidad puede ser simplemente indiferencia y lo que la gente llama parcialidad puede ser simplemente actividad mental. Añadía que si vamos por la calle tomando a todos los jurados que no se hayan formado opiniones y dejando a todos los que las hayan formado, parece muy probable que sólo tendremos éxito en tomar a los jurados sin interés y dejar a los que piensan. Mientras la opinión formada sea etérea y abstracta, mientras no haya sospecha de un prejuicio o motivo establecido, podremos considerarla no sólo una promesa de capacidad, sino una promesa de justicia. Terminaba diciendo que el caso debería ser juzgado por esquimales, o por hotentotes, o por salvajes de las Islas Caníbales: por alguna clase de gente que no pudiera tener interés alguno en las partes, y aún más, ningún interés concebible en el caso. La perfección pura y brillante de la imparcialidad sería alcanzada por personas que no sólo no tenían una opinión antes de que escucharan el caso, sino que además no tenían una opinión después de escucharlo. Vivimos en un mundo en el que cada vez se requiere, y está bien, más transparencia; pero la trasparencia en sí misma no es una virtud sino va acompañada de sinceridad, pero resulta que si eres sincero, esta sinceridad te convierte en un suerte de tonto que ofrece argumentos a aquellos que te cuestionan y en algún caso te difaman. El problema es que como se puede explicar a una sociedad que cree en todo, la diferencia entre la apariencia de parcialidad y la existencia real de un interés directo o indirecto, es imposible, y al final esto es lo que queda y quedará para la pequeña historia de las batallas que algunos crean de forma artificial y que los demás nunca vamos a poder ganarlas, sino tan sólo librarlas y en la mayor parte de los casos perderlas. Ojalá todos conociéramos las ideologías, los perjuicios, las fortalezas y las debilidades de aquellos que toman decisiones para así poder escrutar y valorar mejor lo que hacen. Lo que queda claro es que ser sincero en un mundo de apariencias es peligroso, cada vez seremos más transparentes pero más mentirosos, terminaremos viviendo sólo de las apariencias.