Alfonso Ussía

Incomparables

La Razón
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Me entristece que algunos comentaristas se refieran a Sánchez como «Mister No». Carece de categoría para ello. «Mister No» fue el ministro de Exteriores soviético Andrey Gromyko, que se mantuvo en su cargo más de veinte años. Sánchez es un cursi, en tanto que Gromyko fue un comunista elegantísimo. Ruso en todo menos en las camisas, que se las hacía en uno de los mejores camiseros de Londres, en las Burlington Arcade. Era yo un jovenzuelo pera, pijo hasta la extenuación, cuando me lo topé en aquella galería insuperable, donde se hallan las mejores corbatas. Las Burlington Arcade nacen en Piccadilly Street y mueren en Savile Row, la calle de los grandes sastres. Buscaba corbatas cuando apareció Gromyko. Abandonaba una camisería y uno de sus cuatro escoltas llevaba la bolsa con las camisas de la temporada. Fue un periodista del «Times» el que lo bautizó como «Mister No». Era un señor en el trato y la distancia corta. Se lo dijo a Kennedy: «Señor Presidente, gracias por su hospitalidad. Su esposa, es la mujer más encantadora que he conocido jamás, pero no». «¿No qué?», preguntó Kennedy; «No a todo», respondió Gromyko mientras dejaba en el aire su sonrisa americana. Los rusos se ríen a su manera, pero Gromyko y Gorbachov se reían como si hubieran nacido en Nueva York.

En las Burlington Arcade me crucé con Gromyko, uno de los hombres más poderosos del mundo, un comunista de verdad y no un cantamañanas como nuestros groseros de ahora, y en las Burlington, en compañía de mis hermanos, admiré los andares de una de las mujeres más impresionantes del mundo, la sudafricana Barbara Zöellner, mujer del cardiólogo Christian Barnard. Tan impresionante, que sin ponernos de acuerdo, tres hermanos nos despojamos de nuestras chaquetas y las depositamos en el suelo, en un alarde improvisado del «Pisa, morena». Ella nos sonrió mientras pisaba con enorme clase y cuidado la inesperada alfombra española. Y como no todo lo que sucede en las Burlington Arcade es positivo, también allí coincidí con la Princesa Ana de Inglaterra, que se me antojó lo más parecido a un caballo de carreras cuando cocea en el «Paddock», en los momentos previos al Derby de Epsom.

Llamar al pobre Sánchez «Mister No» es más que un desmedido e inmerecido elogio. Es una agresión a la estética de la Unión Soviética. En la URSS se imponía el uso de la corbata, aunque no todas eran como las que se anudaba Gromyko para decir que no. Las corbatas soviéticas eran horrorosas, y como resultado de los planes quinquenales, casi todas iguales. Los miembros del PCUS podían adquirirlas en las «birioshkas», las tiendas prohibidas para los soviéticos, cuyos productos se adquirían a cambio de dólares. Al soviético con poder le encantaban las corbatas escocesas, y si eran de cashmere, mejor. Gromyko la llevaba de calidad, pero siempre negra, quizá para distinguirse de Nikita Kruschev, que gustaba del floripondio carmesí estampado sobre el azul celeste. Gromyko dio muchas vueltas al mundo diciendo que no a todo, excepto a Fidel Castro. A Fidel le dijo siempre que sí, pero no le sonreía. A Gromyko le disgustaba el desaliño indumentario, y consideraba al Che Guevara como un advenedizo, un señorito aburrido que buscaba notoriedad. Los soviéticos asesinaron a millones de seres humanos, pero lo hacían en los campos de concentración, sin presumir de ello. El Che asesinaba con fotógrafos alrededor, y ese detalle le producía a Gromyko escándalo y desazón. Se dice que fueron los servicios secretos soviéticos y cubanos los que alertaron al ejército boliviano de la presencia de Guevara. Muerto el Che, Castro lloró un poquito y Gromyko sonrió.

Creo que retirado en su «dacha» cercana a Puchkyn, lo que siempre se llamó «Tsarkoye Seló» –el sitio de los Zare–, a Gromyko le invadió la melancolía. Pero murió limpio y con su corbata negra, sin abandonar su estética de comunista elegido. Se llevó un disgusto cuando se enteró del origen georgiano de su sucesor, Shevarnadze. Gromyko aborrecía a los georgianos desde su callado antiestalinismo. Su sobrina le preguntó si se sentía bien, y el tío Andrei, fiel a su personalidad hasta la muerte, le respondió que no. Que no se sentía bien y no necesitaba nada. Cerró los ojos y se fue para siempre.

Establecer, aunque sea en un mero mote, una comparación entre Gromyko y Sánchez resulta estremecedor. Gromyko jamás hubiera visitado un chiringuito, ni probado una paella de playa, ni admitido que fuera fotografiado mientras su mujer le extendía la crema protectora por la espalda. Gromyko jamás se tomó unas vacaciones, y en ese aspecto se parecía a Luis María Anson.

Sánchez no es «Mister No». Es una rencorosa calamidad. Un piojo comparado con Gromyko, a cuya memoria rindo sentido y hondo homenaje.