Vacaciones

Ingleses guarros

La Razón
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Apenas terminado el BUP, a los 18 años, viajé con una amiga a un barrio del suroeste de Londres, Balham, durante un mes. Queríamos mejorar el inglés, pero nadie nos habló en treinta días excepto el casero, una pandilla de emigrantes de Níger -que se convirtieron en nuestros más amables interlocutores– y algunos borrachos. Aprendimos que existe un lugar en la tierra en el que, salvo que seas presentado, la gente no se digna a dialogar contigo o abrirte su puerta. No he visto tal frialdad nunca.

Nos gustaron los museos, las hermosas ciudades de Oxford, Cambridge, Brighton o Windsor, pero el clima y el personal resultaron intratables. La incomodidad de la casa victoriana en la que alquilamos una sola habitación –carísima– superó cualquier expectativa. El agua caliente del baño común se suministraba mediante un contador de monedas. Cuando me quedaba sin calderilla, llamaba a gritos a mi amiga, que traía suelto para que no me quedase fría bajo el chorro helado de la ducha. En el miserable armario de nuestro cuarto se había instalado una «kitchenette» sin extractor de aire, de manera que al freír se llenaba la habitación de humo. La orden de la Jarretera de la guarrería se la llevaba la moqueta, omnipresente en escaleras y baños, de un color indefinido, plena de aromas y mugre. En una ocasión, buscando al casero para pagar la cuota semanal, y visto que no contestaba, miramos por la cerradura de su habitación. En mala hora. El hombre yacía borracho sobre un sofá y el suelo, tapizado con moqueta, claro está, aparecía cubierto de hojas de periódico (supongo que para que la moqueta no se manchase). El alcohol era un aliado indiscutible del británico medio tan pronto concluía la jornada laboral. No nos extrañó que los pubs tuviesen estrictos horarios, porque enseguida comprendimos que era una forma de proteger la salud hepática de la población.

En nuestro barrio abundaban las carnicerías, pero sospechamos enseguida del desmesurado tamaño de los filetes. Hicimos bien, eran de caballo. Al menos, los emigrantes griegos nos surtían de taramasalata y los árabes, de bebidas y hortalizas a cualquier hora. ¡Incluso nos hablaban como si fuésemos personas!

Nos acostumbramos a la cerveza caliente de los pubs, la lluvia constante y los precios desaforados, pero no al silencio y la indiferencia de los titulares del Imperio. Qué cosa más antipática, por Dios. Y eso que éramos guapas y adolescentes, no quiero pensar qué podría ocurrirnos ahora. Las torpes ofertas tórridas, eso sí, se sucedían en las más extemporáneas ocasiones. En el autobús, la calle, el bar, querían ligar sin que mediase presentación. Sin galantería ni retruécano, con sugerencias toscas y mondas como un cepillo sin cerdas. Nuestras tajantes contestaciones, rebosantes de mala leche, les dejaban perplejos.

En esta semana de agresiones contra lo español quisiera dar fe de que los ingleses se lavan una vez por semana (con suerte), a menudo llevan barbas apestosas, comen fatal y son todo menos amables. La venganza es un plato que se sirve frío.