Rosetta Forner

Inocentadas

La Razón
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Hoy, día de los Santos Inocentes –conmemoración de la matanza de los niños menores de dos años nacidos en Belén (Judea) ordenada por el rey Herodes I el Grande con el fin de deshacerse del recién nacido Jesús de Nazaret–, cabe preguntarse si existe aún la inocencia en el mundo. Quizá. Aunque ésta no goza de buena prensa: ahora se lleva el ser «cool» y el postureo –manera eufemística de referirse a la hipocresía y a la falsedad–. Ser inocente no es sinónimo de ser tonto. La inocencia permite ver la autenticidad tanto en las cosas como en las personas: el que mira la vida sin trampa ni cartón es capaz de ver lo que hay asumiendo lo que ve como la cosa más natural del mundo.

Los inocentes conservan la pureza de corazón, la espontaneidad del sentir, y la alegría que acompaña a aquel que pasa de complicarse la vida. De hecho, abundan las «inocentadas» como sinónimo de «bromas que se le gastan al que es un crédulo». En algunas zonas de América, dado que el prestatario es libre de apropiarse de los bienes, es mejor no prestar nada de valor. Lo cierto es que algunos son expertos en «hacerse los locos» durante todo el año, y usan la «crisis» como excusa para «un roto y para un descosido», esto es, para zafarse de sus responsabilidades y seguir abusando de la «inocencia» o la buena fe de muchas personas. Hace poco supimos de ese padre que, usando la enfermedad de su hija como «anzuelo», se hizo con mucho dinero, el cual usó para disfrute propio y no para curar a la niña.

La inocencia es amiga de la confianza, por lo que, perdida aquélla, ésta queda muy tocada. La inocencia nos permite creer en alguien o en alguna causa. Y, dado que el inocente no es un idiota sino alguien bondadoso, quien trate de engañar a un inocente no tendrá 100 años de perdón como sucede cuando roba a un ladrón.