Política
Internacional de bufones
Los rebuznos de Donald Trump, los cubiletes de David Cameron, las paranoias de esa Marianne de cableado ultra que es Marine Le Pen, los boleros susurrados por Berlusconi al escote de las velinas, el jacuzzi de aquel Gil y Gil, Mamachichos y joyería incluidos, o las copas menstruales del celtiberia show catalán comparten una vis cómica mal ponderada y un odio soterrado del que luego hablaremos. Josep Tarradellas explicó, aprox., que en política se puede hacer todo menos el pato. Ofendidos, despreciados, a los ánades del mundo no les quedó otra que reivindicarse. Sólo faltaba que los profesionales del tartazo, con argumentos de probada eficacia a lo largo de la historia, quedaran excluidos de la pugna política. En el humor, y en el amor y la guerra, no siempre ganan los fieles de Ernst Lubitsch. También hay sitio, y público, para el llamado «splastick», la comedia de trompazos. Incapaces de manejarse en las aguas de lo real, los ases del humor prescinden, primeramente, del sentido de Estado, y a continuación, todo seguido, de la noción del ridículo. Saben que en internet ganan por goleada los vídeos de niños torpes y gatos que tropiezan. Los referendos soberanistas, cuajados de farolitos xenófobos, los muros a levantar en la frontera, los sufragios para abandonar la UE y otras variantes de la comedia bufa lo petan en el «share». Nos creemos educados, ecuánimes, cultos, cosmopolitas, cabales, prudentes, pero nos va la marcha. De ahí que en la inminencia de la consulta británica, que se dirime hoy, mientras ustedes leen el periódico, todavía no sepamos qué sucederá con los hijos de la Union Jack. Todo puede ocurrir. Incluso que salten por el balcón. La vena temeraria, exacerbada por bufones que prometen Ítacas, seduce a los amantes de la novedad. Gente con la dopamina baja, acaso por culpa de la famosa mutación del gen DRD4, y por ende menesterosa de subidones. Si al ardor guerrero añadimos el fervor por la pantomima, y si ornamentamos la seducción del precipicio con risas enlatadas, entenderemos mejor la fama de unos payasos que dudan entre relatar el enésimo chiste o suicidarnos. Saben bien que el bromazo último será a cuenta del público. En cuanto caiga el telón la risa será abolida, aplicados los nuevos próceres a abroquelar el odioso presente de un futuro misérrimo. Adornaron las cabecitas con banderas. Convocaron una tras otra risueñas consultas populares. Mencionaron la casta, la raza, la sangre. Para mejorar el guión tiraron de recursos como la inmanencia folclórica, el tipismo como rasgo diferenciador, la jarana demagógica y la violencia contra un enemigo nítidamente caricaturizado. Dejan, dejamos para los escolares del futuro, la estupefacción y el bochorno de estudiar cómo fue posible que sus padres y abuelos fueran tan irresponsables y, sobre todo, tan cutres. Porque anda que no tiene delito comprobar hasta qué punto la tragicomedia populachera, el cine de golpe y guantazo y otros sainetes revanchistas arrasaban, de Washington a Barcelona y de París a Londres, en los mejores cines. Para hacérnoslo mirar, si es que el taquillazo no es ya imparable.
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