Ángela Vallvey
Intimidad
Un proverbio chino dice que la puerta mejor cerrada es aquella que se puede dejar abierta. Naturalmente, detrás de esa puerta se supone que hay algo que quiere ser preservado, una especie de tesoro, o fortuna espiritual, que su propietario desea salvaguardar del resto del mundo. Algo así es la intimidad: un caudal de cosas privadas que sólo pertenecen a uno mismo. La modernidad ha sido tan escrupulosa con la intimidad que, en Occidente, incluso la ha incluido entre los derechos fundamentales protegidos por las leyes (art. 18 de la Constitución Española, verbigracia). En un mundo en el que vivimos fichados, registrados, exprimidos, catalogados y calados, se nos hace creer que tenemos derecho a la intimidad. Creerlo es bonito. Pensar que nuestras conversaciones, relaciones personales, higiene, hábitos, manías, vicios, debilidades, sexualidad, cuentas domésticas, aficiones, etc. nos pertenecen sólo a nosotros, es estupendo, reconforta, amansa el corazón del ciudadano. Aunque el del contribuyente sepa que no hay privacidad posible cuando el fisco conoce los detalles más onerosos de nuestra pequeña vida contable. Pero suponer que, porque lo dice la ley, nuestra intimidad está a salvo, es mucho suponer. Quien posea un teléfono o un ordenador conectado a internet tiene su intimidad a la vista. Las telecomunicaciones son esa puerta siempre abierta –pero por obligación– del proverbio chino. Nos piratean el correo electrónico tan fácilmente que, pensándolo bien, resulta espeluznante. Cualquiera con las habilidades informáticas suficientes puede leer el contenido del disco duro de nuestro ordenador, donde almacenamos nuestra vida, saber qué hemos comprado con la Visa, qué chorradas escribimos en Facebook, acechar «on line» nuestros movimientos... Hasta hace poco, espiar era carísimo, peligroso. Hoy es pan barato y comido. La intimidad, el único reducto de libertad que le quedaba al ser humano contemporáneo, se ha ido al carajo. Y para siempre.
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