Bruselas
Isabel I, Reina
El miércoles 26 de noviembre de 1504, hace quinientos diez años, moría en el palacio testamentario de Medina del Campo la Reina Isabel I de Castilla. Su última sonrisa fue para su marido, el Rey Fernando, reclinado sobre las almohadas en las que descansaba Doña Isabel, quien hizo un postrer esfuerzo para tomar la mano de su esposo. La noticia de la muerte de la Reina llenó todos los vientos de Castilla, que se cubrieron de opiniones que son expresión del profundo sentimiento. El cronista Pietro Martir de Anghiera expresó el amor y el dolor del momento: «Mis manos cayeronseme sin fuerzas, quedando lleno de tristeza. El mundo ha perdido su adorno más noble; una pérdida que debe llorar no sólo España, a quien ella no llevará más por el camino de la gloria, sino todas las naciones de la Cristiandad. Porque era el espejo de todas las virtudes, el amparo del inocente y la espada vengadora del culpable. No conozco a nadie de su sexo en los tiempos antiguos y modernos que, a mi juicio, pueda equipararse con esta mujer incomparable». Pocos días después, el mismo cronista, en una carta dirigida a un amigo, comentando la gravedad de la enfermedad de la Reina, que hacía presagiar el final de su vida, apuntaba: «Tiemblo al pensar que con Ella nos abandonen la religión y la virtud».
Otra notable personalidad, el gran filólogo humanista Elio Antonio de Nebrija, autor de la «Gramática castellana», se refería a la obra política de la Reina afirmando: «Los miembros y pedazos de España, que estaban por muchas partes derramados, se redujeron y aiuntaron en un cuerpo y unidad de Reino. La forma e trabazón del cual así está ordenada. Muchos siglos, injuria e tiempo no lo podrán romper ni desatar». ¿Cuál era la clave de la «trabazón»? Sin duda alguna, los valores cristianos, la educación, las virtudes derivadas de la religación, la inteligencia sentiente en la identidad comunitaria y la cohesión de los criterios. En definitiva, todo aquello que en su vida escribió el Cardenal Ximénez de Cisneros, Regente de España en 1516, al Embajador de España en Bruselas, Don Diego López de Ayala, al cual el joven Rey de Castilla solicitó conocer las claves del Primado Regente como hombre público. Cisneros se definió con la siguiente certidumbre de valores: «Tenga por cierto que no le tengo de decir, ni hacer, sino lo que convenga al servicio de Su Majestad, el de Dios primeramente, y al bien y paz de estos Reinados».
En la afirmación de Isabel I, siempre bajo dirección y vigilancia de su madre, hay que destacar las leales amigas, consejeras, comenzando por la graciosa figura de Beatriz de Silva, fundadora de la Orden de la Inmaculada Concepción, que Su Santidad Pablo VI proclamó Santa en 1976. Teresa Enríquez, esposa del Comendador de León Gutierre de Cárdenas, a la que la tradición popular conoce como «la loca del Sacramento»; el aya de la infanta Clara Alvarnáez, esposa de Gonzalo Chacón, Comendador de Montiel; Beatriz de Bobadilla, hija del Alcaide del castillo de Arévalo, con la que Doña Isabel mantuvo una estrecha amistad y, cuando fue Reina, le concedió el Marquesado a su favor y al de su marido Andrés de Cabrera; en fin, por no hacer interminable la relación, no puede dejar de citarse a su maestra de Humanidades y Latín Doña Beatriz Galíndez, «la Latina». A la formación religiosa añadió la Reina una amplia formación humanística que modeló en profundidad hasta formar una biblioteca personal que estudió el catedrático Sánchez-Cantón, considerándola por su contenido la mejor de Europa.
Para ella el valor de la educación consiste en crear la conciencia recta para la cooperación social, política y cultural; es, en segundo término, la asunción de la responsabilidad del bien común para el desarrollo cultural y el conocimiento y ejercicio de los valores del Derecho Natural; en definitiva, una semilla de conciencia recta que Isabel I dejó en el monumento testamentario: «Suplico al Rey mi Señor, muy afectuosamente, e encargo e mando a la Princesa mi hija y al Príncipe su marido no consientan que los indios moradores... reciban agravio alguno; mas mando sean bien y amorosamente tratados».
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