Joaquín Marco
Italia y la antipolítica
Algo sucede en los países del sur de Europa: Grecia, Portugal o Chipre (en camino) están intervenidos, controlados, tras duras medidas, por la troika, como también Irlanda, al ladito de Gran Bretaña, su antigua metrópoli, otro sur. España se salvó, por el momento, de un control global, ya en años zapateriles, y tan sólo parte de la Banca, suma de antiguas cajas de ahorro, es controlada por «los hombres de negro», aunque la Unión Europea le marque las líneas rojas al Gobierno. Las elecciones italianas pusieron de los nervios a las autoridades monetarias e incluso Morgan Stanley las consideró como «un acontecimiento de alto riesgo». No en vano Italia representa la cuarta potencia de la UE. Sus indicadores económicos no son buenos. Su índice oficial de paro es del 11,20% contra nuestro 26,10%, aunque también con un elevado porcentaje juvenil, y su renta per cápita es de 26.000€ frente a los 23.100 española. Pero en las cifras macroeconómicas su gran problema es el de una deuda pública disparada: 1.906.738 millones de euros, frente a la española que alcanza, aunque creciendo, los 736.468 (cifras todas ellas de 2011). Nuestra prima de riesgo, pese a todo, es también superior a la italiana. Ambos países disponen de una considerable economía sumergida y una desmesurada corrupción. Pero en Italia la situación social resulta mucho más compleja. Infiltrada por diversas mafias, la lucha contra la delincuencia no ha logrado nunca poner fin a un mal endémico que se remonta al siglo XIX. Pese a todo, el país constituye un espejo de lo que fuera Europa en la cultura y el arte. Sus repúblicas influyeron sobre el desarrollo renacentista. Su diversidad, que la hace tan atractiva, pesa políticamente en la configuración regional.
Italia se dio un complejo e interesado sistema de poderes y contrapoderes durante el mandato de Silvio Berlusconi, pero lo que ha triunfado tras las elecciones es la antipolítica. Beppe Grillo convirtió su Movimiento 5 Estrellas en la expresión del rechazo. A la manera de nuestros indignados, sin un auténtico programa, pero valiéndose del repudio al sistema partidista, sin violencia, con las armas del humor y la ironía logró ocupar con su algo más del 25% del voto el tercer lugar. Contó además con los nuevos medios de comunicación. Sus votantes habían sido los jóvenes desencantados, paso primero. No son partidarios de alianzas con los partidos tradicionales. Uno de sus futuros diputados, Daniele Pesco, declaró: «Nada de alianzas con nadie». Sin embargo, en el ámbito de la política italiana esto no quiere decir gran cosa. El gran derrotado, Mario Monti, no logró alcanzar el 10% de los votos. Tampoco era un político de casta, sino un tecnócrata. Relevó a Berlusconi y fue impuesto por Bruselas, al dictado de Angela Merkel. Con sus votos los italianos han buscado sustituir su política de ajustes sin horizonte, aunque resulte difícil pensar que pueda alterarse el ritmo de una economía que desborda en funcionariado y ha perdido el encanto de los grandes capitanes de empresa que tuvo en otros tiempos. Los italianos entendieron la maniobra de Monti, que pasó a jugar claramente a la política, como la orden de una Europa en la que no se reconocen. Las encuestas suizas casi acertaron. Daban como ganador al Partido Democrático de Pier Luigi Bersani, aunque colocaron a Beppe Grillo algo por encima del Partido de la Libertad, tras el que se sitúa Silvio Berlusconi. Nadie esperaba un éxito como el que ha conseguido, lejos de aquel apelativo de «Liberation» que le calificó de «la momia». «Il Cavaliere» ha superado toda suerte de escándalos financieros y sexuales. La historia de estas elecciones parece haberse vivido con anterioridad, cuando en abril de 2006 Prodi ganó por un puñado de votos y logró formar un Gobierno que apenas duró dos años. Aquella coalición de once partidos acabó estallando y Berlusconi regresó al poder hasta noviembre de 2011, sustituido por Mario Monti.
Pero entonces apenas si se empezaba a hablar de crisis. En esta ocasión, tras la pantalla de Angelino Alfaro, candidato a primer ministro, ha sabido calibrar tiempos y recursos. Fue el político de la televisión y de los medios. En el programa «Servizio Publico» se enfrentó a Michele Santoto y Marco Travaglio, dos periodistas que siempre le habían combatido. Ni siquiera pasó apuros. Tal vez allí confirmó su éxito en el que pocos confiaban. Defendió la candidatura de la derecha, pero representa lo que los italianos ya conocen desde hace años, y prometió lo que sabía que no podía cumplir. Los italianos, no sin sorpresa de algunas cancillerías, le han otorgado una confianza que, sin embargo, resulta difícil de derivar en algún tipo de alianza. El presidente Giorgio Napolitano debe llamar primero a Bersani para que forme gobierno. Su campaña no fue brillante y su historial es el de un político clásico. En 2007, tras unas primarias en las que derrotó al alcalde de Florencia Matteo Renzi, se convirtió en la cabeza visible del Partido Democrático. Es hombre austero y tiene frente a él una tarea hercúlea: conseguir formar gobierno en una Italia que descree de sus políticos. Pueden extraerse múltiples lecciones de las elecciones italianas. La distancia que separa la política de la población se ha ensanchado hasta el límite. Tiembla el euro. Van Rompuy no lo entendió, desea «un Gobierno que siga el mismo camino que sus predecesores»: más ajustes.
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