Luis Suárez

Je ne suis pas Charlie Hebdo

Una nueva forma de guerra, que tiene sus antecedentes reconocidos en poco más de un siglo, se está extendiendo por el mundo: el yihadismo, que desvía de forma decisiva algunas de las suras coránicas. Y se caracteriza por el desbordamiento de crueldad y odio. El repugnante episodio de París no debe engañarnos; forma parte de un programa y no es únicamente la venganza por esos indebidos insultos que desde Dinamarca, pasando por muchos lugares, se han difundido en la prensa, burlándose del fundador del islam. Se trata de algo más amplio y de raigambre profunda: cristianos que viven en países musulmanes, y judíos de distintos lugares están sufriendo, día a día, las consecuencias de ese retorno a los odios. No podemos ni debemos olvidar que el antisemitismo, que parecía superado tras las horrores del siglo XX, renace con nuevo vigor. Es importante no equivocarse. Los judíos han sido perseguidos por razones que no se refieren tan sólo a circunstancias étnicas. Son los valores humanos que el judaísmo aporta los que se hallan en el punto de mira. Esto se percibe con claridad en la persecución, a veces violenta y a veces solapada, que está padeciendo el cristianismo.

Los historiadores hacemos normalmente referencia a las persecuciones romanas, que resultan muy útiles para el argumento cinematográfico. Pues bien, estas persecuciones tienen escasa significación cuantitativa si las comparamos con las que el cristianismo tuvo que soportar en el siglo XX y en muy diversos lugares, entre ellos España. El deber del cristianismo es siempre perdonar, recordando las palabras que el evangelista pone en labios de Jesús –«porque saben lo que hacen»– y usándolas como fundamento para una nueva conducta. Son lógicas las preocupaciones de los gobiernos para defenderse y combatir el yihadismo, pero no bastan los medios materiales para resolver el grave problema. Tenemos que encender las luces, recordando especialmente a los musulmanes que para ellos Allah es clemente y misericordioso. He ahí los dos ejes: sólo clemencia y misericordia pueden permitir el establecimiento de una convivencia.

Al producirse el terrible atentado de París, que significativamente había incluido a los judíos entre las víctimas, sin que ellos tuvieran nada que ver con el semanario (hebdomadario) castigado, los poderes políticos se unieron en una manifestación justificada. Los crímenes cometidos eran de gravedad y revestimiento tan cruel que sacudían las entrañas de todas las personas decentes. Pero se dio a la multitudinaria manifestación un sentido que podemos considerar erróneo. «Yo soy Charlie», es decir reconozco y defiendo el derecho a burlarse de los fieles de otra religión como si esto formara parte de la libertad de prensa. Y no es así. La libertad es una dimensión para comunicar y explicar la verdad, y no un derecho a la injuria y la calumnia. Por esta segunda vía se estaba dando a los despiadados asesinos un argumento que podía convertirlos en héroes a los ojos de los fanáticos fundamentalistas de su religión. Y así se ha producido.

No. Desde mi humilde condición de historiador yo me veo obligado a decir lo contrario de lo que figuraba en los carteles de los manifestantes, sin renunciar por ello al profundo dolor que me causaran las víctimas injustas de aquella violencia. Yo no soy Charlie. Creo que es necesario defender la verdad y las dimensiones a que la democracia apela. Una de ellas, reconocida esencial, es la libertad religiosa: cada ser humano, desde su ciudadanía, tiene derecho a reclamar que nadie le impida o le insulte cuando cumple aquellos deberes religiosos en los que cree. Y el único modo de lograr la victoria es mostrar a los otros en qué medida nos hallamos en posesión de la verdad. Violencia y odio son repusables en todas las dimensiones.

Las tres religiones monoteístas extendidas por el mundo invocan la memoria de Abraham; deberían por tanto descubrir aquellas dimensiones profundas que alejan el fundamentalismo vinculante al poder. El cristianismo, gracias al Concilio Vaticano II, ha conseguido superar aquellas limitaciones que nacen del sometimiento de la religión al Estado. El judaísmo, con el restablecimiento de un estado nacional en la tierra que Dios había prometido a Moisés, ha conseguido que la mayoría absoluta de quienes, fuera de ella, lo practican logren su reconocimiento como una forma de cultura. Ahondando en su Historia hemos llegado a comprender lo mucho que la sociedad humana debe a sus grandes sabios. Merece, de los no judíos, no sólo respeto, sino agradecimiento profundo. Pero ahora surge el gran problema del fundamentamentalismo islámico que en ciertos aspectos parece un retorno a aquel rigorismo que en el siglo XII ya se pusiera en marcha. Es el triunfo de una ideología y también un problema político.

A él se enfrenta la sociedad de nuestros días. Tal vez porque el islam no ha querido admitir el principio de la separación entre el Altar y el Trono. El yihadismo no es un problema religioso aunque sus líderes se revistan de esta condición, sino político. De ahí que en paralelismo con esa violencia desatada en Europa se haya producido el rechazo del modelo que representan Jordania y Egipto, precisamente por su empeño en buscar las vías para la convivencia. Pero los occidentales, anclados en el laicismo al que se aferran los movimientos populistas, debemos tener cuidado de no incurrrir en el mismo error. La religión no es un obstáculo, a menos que la revistamos de intolerancia, sino un servicio para la construcción de la sociedad. Desde ella estamos en condiciones de construir. Y ahí es en donde los autores de «Charlie» se equivocan. La burla es postura negativa y no positiva. Tenemos que conseguir que los musulmanes abandonen el mal camino del odio para entrar en el de la convivencia. Nuestro futuro depende de eso. Odio y violencia, cualquiera que sea la forma de que se revistan, son grandes males.