José Antonio Álvarez Gundín
Jueces de horca y cuchillo
Después de lo que costó alumbrar la Constitución, redactada bajo el asedio del coche bomba y del ruido de sables, resulta hiriente su banalización y desprestigio, cada día más extendidos ante cierto desapego ciudadano y la abulia de los dirigentes políticos. Hoy infunden más respeto una ley antitabaco o una normativa local de basuras que los preceptos constitucionales. Causa más escándalo que se pueda fumar en un casino de Adelson que el hecho de que el Parlament catalán se burle de la Constitución, a la que los nacionalistas desprecian tanto como ignoran a pesar de que, gracias ella, han gobernado a su antojo durante 30 años y han instaurado un régimen rupturista con plena anuencia institucional. Al igual que los movimientos radicales se aprovechan de las libertades democráticas para dinamitar el sistema que les ampara, los separatistas de Mas y Junqueras se apoyan en las garantías constitucionales para destruir la casa común..
Eso sí, cada cual lo hace a su modo: los antisistema «asaltan el Congreso» desde fuera y con la cara tapada, mientras que CiU lo hace desde dentro y con corbata de Hermès. Pero el propósito es el mismo: deslegitimar la Constitución como obstáculo y aun enemiga de las ansias «democráticas del pueblo oprimido». Un escrache desde las dos aceras, la del «botiguer» que hace caja y la del «borroko» que hace la revolución, por las que hoy circula el neopopulismo hispánico. La devaluación de la legalidad, sin embargo, se extiende más allá del frente neopopulista e impregna a sectores sociales hasta ahora inmunes a los exabruptos y los radicalismos. No es fruto solamente del malestar por las penurias económicas; va más allá de la irritación, es como una fiebre vindicativa que huye de los matices y abrevia el debate con brusquedad exigiendo soluciones tajantes. Sobre todo, en el terreno judicial. Basten como ejemplo las furibundas reacciones contra la decisión de la Audiencia Provincial de Baleares de no imputar a la Infanta Cristina. Un clamor inaudito pidiendo sangre ocupó durante horas los platós televisivos, convertidos así en un gigantesco tribunal popular compuesto por jueces de horca y cuchillo. Incluso comentaristas habitualmente sensatos y columnistas comedidos han perdido los estribos persuadidos de que la única sentencia justa para la hija de un Rey es la guillotina. De nada vale que magistrados independientes y de acreditada competencia argumenten a lo largo de 60 folios por qué han tomado esa decisión y no la contraria; el veredicto popular ya ha sido pronunciado: «Culpable». Cuando no se muestra respeto por la primera Ley de todas, las demás poco valen.
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