José Jiménez Lozano

Juegos peligrosos

A estas kalendas, ya no es corta la experiencia que todos tenemos acerca de las consecuencias de adoptar en la vida pública y tanto en los medios políticos como en los de comunicación social una actitud sectaria –que es decir seccionada de la razón totalmente– y de utilizar apelativos y calificativos realmente sórdidos e impronunciables en otras épocas de mayor civilidad. Pero tal cosa se ha convertido en el lenguaje público y político normal; y se supone, por lo tanto, que plenamente aceptado, y, según los nuevos parámetros de la sensibilidad, algo políticamente correcto. Pero sería interesante saber cuánta gente apaga la televisión o la radio o se pone a a escuchar algo diferente o arroja el periódico a la papelera cuando se encuentra con estas situaciones.

Parece, sin embargo, que incluso algún tribunal ha emitido ya decisiones en el sentido de que toda esa gramática, antes exclusiva de ambientes de hampa y delincuencia, denunciada ante ese tribunal, no significa nada hiriente en la vida pública, y equivaldría, más o menos, a los exutorios de un momento de cólera entre gentes no bien habladas, ni de una especial delicadeza, para decir las cosas con toda la suavidad posible. Todo lo cual nos lleva a concluir que, desde luego, se está consiguiendo una consideración del hombre público como alguien de responsabilidad intelectual y moral nulas o muy disminuidas; y como un adelantado de «la llaneza de los tiempos» y la desenvoltura de la calle, y singular exponente de las nuevas doctrinas intelectuales y estéticas, que prescinden tan ricamente de la civilidad.

En principio, sin duda, hay quienes se saben tan seguros en su situación social y cultural que caen dentro de aquella terrible enunciación de Albert Camus, cuando escribía: «Las ideas equivocadas siempre acaban en un baño de sangre, pero en todos los casos es la sangre de los demás. Por esta razón algunos de nuestros pensadores se sienten libres para decir cualquier cosa».

Sólo añadiría por mi cuenta que, por debajo de algunos pensadores, también cualquier hijo de vecino, abre la sombrilla o el paraguas de la famosa libertad de expresión, y echa tranquilamente mano de un lenguaje y una lógica del pensar de gánster o de lo que antiguamente se llamaba gente del hampa o «la gente del bronce», que así llega a adquirir un carácter de normalidad, y, poco a poco, va destiñendo sobre la sociedad entera como un lenguaje normal o incluso un lenguaje de élites desprejuiciadas, modernas y liberadoras, como ocurrió, en su tiempo, digamos con el inocente bikini, que, ahora, como escribía Valentí Puig, más o menos metafóricamente nos hemos puesto todos, y llevamos años ya teniendo los atrevimientos metafísicos de los que se hablaba en tiempos de la República de Weimar, el más alto y profundo de cuyos logros intelectuales y estéticos o metafísicos atrevimientos fue el de que actores y actrices aparecieran desnudos en el escenario. Porque aunque los asistentes al espectáculo riesen, salían perfectamente satisfechos de haber ampliado sus mentes de manera considerable, como cuando se adquiere una ideología, especialmente si ésta sólo tiene una idea que explica toda la realidad.

En un principio, estos acontecimientos sociales han sido considerados incluso, o sobre todo, como ejercicios de libertad, pero pronto se ve que no van por ahí las cosas. De repente, se descubre que tal lenguaje de agresividad y brutalidad, exactamente como ocurre con el lenguaje rahez, tiene un extraño sabor en sí mismo y una extraña eficacia para cosificar o aniquilar a las personas, y otorgar la satisfacción de su eliminación metafórica.

Y entonces hay que repetir lo que se necesite el aviso de Michael Burleigh acerca de nuestro tiempo: «El delicado tejido de la sociedad se va desintegrando poco a poco. Aumentan especialmente la grosería, la mentira, la embriaguez pública y el lenguaje grosero, junto a expresiones abiertas de una única falta de respeto a personajes públicos por parte de una chusma que se hace más omnipresente en los escenarios elitistas ''democratizados''». Y éstos son juegos peligrosos.