José María Marco

Jugar con fuego

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H ay frases que, dichas por según qué personas, resultan algo más que una obviedad. Una de éstas es la de que «la Justicia es igual para todos». La pronunció el Rey en un discurso de Nochebuena, cuando todo el país estaba escuchando. La frase plantea un problema. O bien su significado es obvio, o bien abre la puerta a una respuesta que no puede materializarse si no es como demostración ante la opinión pública, la misma que vio cómo cuajaba la frase. En otras palabras, para demostrar que la Justicia española merece de verdad ese nombre y que el sistema democrático español lo es auténticamente, no queda más remedio que llevar las actuaciones judiciales hasta el final. En el caso que nos ocupa, imputar a la Infanta Cristina.

No es así, sin embargo. La Justicia no depende de que se llegue más allá o más acá, o de que se responda o se desmienta una determinada expectativa de la opinión. La Justicia lo será si cumple con los requisitos que expresa la Ley y se atiene a lo que ésta dicta. La democracia, es decir la igualdad de condiciones, depende por su parte del cumplimiento de los derechos. Desde esta perspectiva, ni el procedimiento seguido hasta ahora por el juez Castro, permitiendo el goteo de documentación durante meses –algo que en la vida civil se denomina chantaje– ni los argumentos del auto, sintetizados en los 14 indicios, constituyen una base sólida para imputar a nadie.

Por el momento, en cambio, la persona imputada está en manos de un poder que la presenta para corroborar así su propia limpieza, por no decir su inocencia. Eso no demuestra la fortaleza de la Justicia. Más bien indica lo contrario. Y plantea además otro asunto al que todos deberíamos ser más sensibles. Es el de la necesidad de salvaguardar las instituciones. Lo más valioso que tiene un país, en especial en tiempo de crisis, son sus instituciones. Las instituciones reúnen y plasman el consenso de una sociedad. Por eso permiten transitar por las aguas turbulentas de los períodos de cambio y volver a reconstruir situaciones menos dramáticas.

Parece que los españoles, en particular bastantes de aquellos que tienen la responsabilidad de encabezar la opinión pública, no aprendemos de la historia reciente. Conviene recordarlo, por tanto. Las instituciones nos protegen. La «verdadera Justicia» y la «auténtica democracia» son, en cambio, divinidades insaciables. Una vez abierta la veda, cualquiera sabe qué exigirán. No estará de más que nos vayamos preparando, por si acaso.