Martín Prieto
Jurado popular y juicio mediático
El corajudo abogado y periodista Guilles Perrault abolió la pena de muerte en Francia desentrañando en «El jersey rojo» la autoría de un crimen abyecto por el que fue decapitado un inocente. Las sociedades quedan perplejas cuando se asesina legalmente a un ruiseñor. El jurado, inglés y luego anglosajón, antes de difundirse, buscó equilibrar con la presencia del pueblo llano el rigorismo elitista de los magistrados. Nuestra democracia restituyó el jurado ( lo hubo en la República) más por la influencia irresistible de «Doce hombres sin piedad» que por una necesidad que siempre han cuestionado notables juristas. Pero el Jurado «sonaba» a modernidad, a cosmopolitismo judicial. Un jurado absolvió a un etarra que asesinó alevosamente a dos ertzaintzas, teniendo el Supremo que sentenciarle a 70 años. Un jurado condeno a 15 años a Dolores Vázquez por la muerte de Rocío Vanninkhof, bajo el criterio de 21 indicios y ninguna prueba. Afortunadamente, se acabó deteniendo al asesino, un inglés reincidente, pero la injustamente imputada tuvo que marcharse de España. La libre circulación de informaciones y opiniones es intocable y sólo los medios pueden proceder a autorregulaciones, pero no es menos cierto que en casos que excitan el morbo público la competencia mediática deviene en el ejercicio cirquense del más difícil todavía. Especialmente en algunas televisoras y en horarios de máxima audiencia se dicta sentencia antes de abrirse el juicio. No parece lo más apropiado que un crimen de tan alta sensibilidad como el de la pobre chinita de Santiago de Compostela recaiga en un jurado ya intoxicado previamente a su pesar. Por supuesto que los jueces no habitan una burbuja aséptica, pero les compensa el peso de los códigos y los obligados procedimientos procesales. Los españoles avisados confiesan que prefieren ser juzgados por un juez o un Tribunal que por un jurado de legos. Deberíamos ir considerando la sustitución del jurado inglés por el escabinado, mezcla de jurisperitos e indoctos. Ni siquiera hay que tocar la Constitución.
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