Cristina López Schlichting

La banalidad del mal

La banalidad del mal
La banalidad del mallarazon

Lo constató Hanna Ahrendt en los juicios a funcionarios del Tercer Reich en Israel: el mal puede ser cotidianamente banal. La filósofa judía confesó haberse reído a carcajadas con las declaraciones de Eichmann en el juicio, tan tontas eran sus consideraciones sobre la forma ordenada en que condenó a la muerte a millones de personas desde su escritorio gris. Esa postura le valió muchas críticas de la comunidad hebrea, pero era sincera. La chica que da puñetazos y patadas a su compañera reducida en el suelo, la que después agarra su cabeza por el pelo y la machaca contra el pavimento, no es seguramente consciente del mal que la posee. Ira, nada nuevo bajo el sol. Algo que requiere un largo ejercicio de paciencia y virtud o –en la jerga moderna– rehabilitación psicológica. Lo peor es la frecuencia de estas agresiones entre adolescentes, tal vez porque chicos y chicas crecen sin frenos familiares ni sociales y, sobre todo, sin modelos.

La desaparición del padre, por ejemplo, es gravísima.

Explican Javier Urra y José Miguel Gaona que de éste aprenden unos y otras el ejemplo de un ser poderoso y fuerte que se controla a sí mismo. Cuando esta imagen falta –o porque el padre es desplazado o porque abandona a los hijos–, los menores crecen sin poder controlar su agresividad. Están solos ante un mundo de pulsiones desatadas. También cabe preguntarse acerca de los que grabaron la paliza y la difundieron por internet ¿Morbo? ¿Afán de notoriedad? Uff... Quiero pensar que alguno lo hizo por denunciar los hechos, por pura impotencia de no poder intervenir. No deseo imaginar que junto a los violentos crece una generación de exhibicionistas y voyeurs.