Alfonso Ussía
La boda de don Alfredo
Don Alfredo Di Stéfano se casa. Me parece muy bien. Quien hizo feliz a millones de personas durante tantos años, merece encontrar su felicidad. No pueden ni deben quejarse sus hijos, a los que todo ha dado. Nos pasa a los hombres. Este mundo está lleno de viudas, que superada la tristeza por la ausencia de sus maridos, se imponen a la melancolía y saben disfrutar de la vida. Pero el hombre acostumbrado a vivir con una mujer, necesita esa sombra permanente de cariño para seguir viviendo, en lo suyo, en lo cotidiano.
Su mujer, Sara, se marchó hace ocho años, y don Alfredo se ha reencontrado con el amor. No es un amor que sustituya al del pasado, que siempre permanece, sino un amor nuevo y diferente. No importan los años de diferencia. Don Alfredo ha cumplido con holgura sus obligaciones familiares. Ha perdido en el último año a una hija adorada, y todo lo que signifique ilusión y esperanza, se lo tiene bien ganado.
Como ser humano, es tan diferente y portentoso como lo fue vestido de corto y de blanco, cuando –lo dijo Bernabéu–, edificó con su fútbol la mitad, al menos, de los graderíos del Estadio. Para los madridistas el Estadio es sólo uno y no necesitan especificar su nombre. Don Alfredo impone. Puede parecer arisco, distante y cortante, y cuando se le trata con mala educación es arisco, distante y cortante. Pero en realidad es un buenazo, un hombre con un corazón de oro y un ingenio en la palabra que no envidia a su insuperable talento deportivo. Es sintético. Con una frase regala una lección. Y tiene una retranca y un humor formidables. Lleva en España más de sesenta años y su acento lunfardo se le ha acentuado con la lejanía. Sus viejos compañeros lo adoran. Me contó Gento que Domínguez, un gran portero argentino, era también aficionado a la vistosidad. En un partido se lanzó volando en pos de un balón que claramente iba fuera. Lo atajó, se le escapó de las manos, y lo metió en la portería. Don Alfredo, que era el capitán general de aquel equipo grandioso, se lo recriminó: «Ché, boludo, está bien que te metan goles cuando el balón va para adentro, pero no que te los metan cuando van a la grada». Al césped le dice «pasto». «Un penal fuerte, junto al poste y sobre el pasto no hay portero que lo detenga». Fue el eje y el jefe de la delantera mejor de la historia del fútbol con Kopa, Rial, Puskas y Gento. No tiene miedo al qué dirán. Ahora, oportunamente, cuando todos lo masacran, se ha atrevido a decir, como Presidente de Honor del Real Madrid, que Mourinho es un gran entrenador y que sentiría su marcha. Para entender que Zidane era un futbolista único y maravilloso basta conocer el apodo que le aplicó don Alfredo:
«El maestro». Lo dijo de un joven jugador que se cuidaba la cresta del pelo: «¿Por qué lleva ese pelo si todavía no ha hecho nada de nada?».
Durante su portentosa y larga trayectoria fumaba y bebía. Como Cruyf, se fumaba un par de cigarrillos durante el descanso. Y le gustaba el «whisky» a rabiar. Tuvo que dejar sus vicios cuando el corazón le avisó sin educación alguna. Regañó con Bernabéu y con Muñoz, y el presidente apoyó al entrenador. Con Gento y Puskas, ofreció al gran Eusebio jugar en el Real Madrid. Don Alfredo vio con claridad que el portugués era su recambio natural. Pero Bernabéu estaba de malas pulgas. «No quiero jugadores negros ni con bigote». Al año siguiente fichó a Didí, que era negro y con bigote, y fue un chasco.
Todos los madridistas y buenos aficionados, cuando se acercan al Estadio Bernabéu piensan en don Alfredo. Nos ha hecho tan felices que su felicidad es la nuestra. Mucha suerte, genio, y buenos vientos.
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