María José Navarro

La broma

Jacintha Saldanha ha aparecido muerta en su casa y todo el mundo cree que se ha quitado la vida. Anticipándonos a los informes médicos, hemos dado por supuesto desde el primer instante que se suicidó, y que además lo hizo porque no pudo soportar la presión sufrida después de ser engañada por dos locutores australianos que se hicieron pasar por la reina Isabel y el príncipe Carlos de Inglaterra. Si hay otra explicación, dará lo mismo. El mundo entero ya ha establecido cómo y por qué a las primeras de cambio. Al mismo tiempo, la emisora responsable de la broma telefónica también se ha anticipado, no vaya a ser, atiza, que se les demande: consultados los abogados a sueldo, el dictamen establece que no se hizo nada ilegal. Engañar, efectivamente, no es ilegal. Es asqueroso y va contra la esencia del periodismo y de la función de los medios de comunicación, pero no es ilegal. Es más, está de moda. Se lleva engañar al ciudadano medio. Se lleva mentir a los recepcionistas, se lleva reírse del personal por la calle. Se hacen encuestas sobre palabros y temas elevados para que la gente quede a la altura del betún. Se lleva ese humor de albóndiga en remojo, adolescente, pueril. Ese humor cateto que consiste en aprovecharse del débil o del confiado para conseguir desde una noticia hasta un rato de risión global a costa de la víctima de turno. Mi madre, y las madres de todos estos humoristas disfrazados de periodistas, también podrían serlo, a pesar de ser mucho más listas que los hijos. Luego hablaremos con un dedito tieso de la importancia del reportero de guerra cuando lo que se lleva, tristemente, es la chorrada.