Alfonso Ussía
La cadena fofa
Practiqué en mi juventud más deporte del necesario. Modestia aparte, fui bastante bueno en el fútbol y pasable en el tenis. No soy de gimnasios. A mi desvencijada edad, no obstante, puedo presumir de un cuerpo alejado del desmoronamiento. En los veranos, juego a los bolos montañeses, bastante mal por cierto, pero con una dedicación y afición desmesuradas. Tengo la suerte de poseer las bolas de tres grandes de este fabuloso deporte, de tres campeones de España, Fidel Linares, Rafael Fuentevilla y Jesús Salmón, y son bolas enseñadas que derriban bolos a pesar de mi falta de tino. Y soy pudoroso al máximo. Paseo por la playa con sombrero y camisa, porque mi piel y el sol, según me han comentado los médicos, no terminan de entenderse. Si el sol me alcanza, me pongo como una quisquilla cocida, muy colorado, y a mí el rojo siempre me ha sentado muy mal, en todos los sentidos. Vuelvo al pudor. No me fijo en los cuerpos masculinos, que me importan un bledo por no escribir que un pito que resulta, quizá, más adecuado. Y me encanta la estética de una mujer bien hecha. Creo que ante la belleza, el pudor no debe existir. Lo malo es que se desnudan las menos apropiadas para ello y se cubren los juncos más airosos. Ahora, en Cataluña, han organizado una cadena de independentistas en porretas con resultado devastador. Además de impúdicos, son feísimos de cuerpo, fofos de carnestolendas y bastante mayores. Entiendo y aplaudo el desnudo en público de la belleza. Pero pedir la independencia en las playas mediante la degradación corporal, se me antoja, amén de una cochinada, un adelantado fracaso.
De ser un independentista catalán con influencias, haría lo posible por romper la cadena playera. Los que van a la playa a bañarse y pasar un día de sol y mar, apenas reparan en esos deterioros en pelotas con señeras estrelladas. Los documentos gráficos analizados no dejan lugar a la duda. Un tipo gordo, con un pirulí del tamaño de una bellota, sostiene con orgullo la pancarta «Catalunya is not Spain», mientras el resto de los descobijados y exhibidos creen estar protagonizando un momento glorioso de la historia de Cataluña. Y la gente no se fija en ellos porque no son agradables de ver ni de mirar. Sigue a lo suyo, sin afectarle en demasía la barrera empelotada que se mantiene heroica en la orilla, ajena al monumental ridículo que llevan a cabo.
Eso sí, hay que reconocer en justicia que es una manera pacífica de pedir la independencia de Cataluña. Los espectáculos no siempre tienen que ser estéticos. Basta y sobra con que sean espectáculos, y la cadena en bolandris de los afanosos secesionistas no deja de ser un llamativo impulso hacia la consecución de la utopía. No obstante, para alcanzar un éxito algo más notable, hubiera sido conveniente hacer un «casting» previo al despelote patriótico, eligiendo una representacion más acorde con el nivel de vida y de estética que predomina en las provincias catalanas. Va a resultar que las mujeres de Cataluña armónicas y admirables –en lo que a sus cuerpos se refiere–, o no son independentistas o no quieren desnudarse, y que sólo se han presentado los saldos y las sobras. Y lo mismo podría haber sucedido con los hombres, aunque en su caso, me hayan alimentado el optimismo al confirmarme con sus entreperniles que no todo en la vida de un ejemplar masculino es el tamaño, sino también los ideales y las reivindicaciones.
Entiendo que puedo causar algún quebranto y resultar irritante con la apreciación que sigue a esta amable conclusión. Me hallo en el tramo de la despedida vital, del otoño sin detenimiento, de la melancolía foxaciana del desaparecer. Pero estoy mucho mejor desnudo que los independentistas catalanes que han encadenado sus vergüencillas en la orilla de la playa de Cala Estreta de Palamós. Es posible que en otra playa, otra cadena de despelotados desautorice mi opinión, que por parcial y subjetiva, tampoco merece demasiado la pena.
Pero Cataluña desnuda no es como el desnudo de sus independentistas. Ahí no admito la discusión.
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